TÍO AGENOR
¡Oh capitán, mi capitán!
Walt Whitman,
poema del mismo nombre,
1865
Partir antes de tiempo
¡Ea Capitán, padre querido!
¡Mi brazo bajo tu cabeza!
Ha de ser un sueño que en la cubierta
hayas caído, frío y muerto.
Walt Whitman, Ibid.
Mi tío Agenor murió por su propia mano en una noche de invierno. Se resistió a los intentos de mi tía Graciela de salvarlo. El proyecto que tenía en mente y había anunciado como al pasar en marzo de ese año a un grupo de nosotros y quizá en muchas otras ocasiones a otras personas, lo llevó adelante instantes después de festejar su cumpleaños número 35. Fue en la madrugada del 18 de julio de 1969. En ese momento lo acompañaba un pequeño criado, que nada pudo hacer.
El 18 de julio antes de las 8 de la mañana, yo escuché ruido abajo en la casa, en Arequipa. Cuando bajé desde mi dormitorio, la empleada me dijo que había venido un tío mío, buscando a mi mamá. Dejó una nota que me entregó. La escritura era nerviosa y casi ilegible, pero más que leí, entendí. La firmaba mi tío Baldomero. Decía que mi tío Agenor había muerto. Mi mamá no estaba y empecé a llorar. Corrí a casa de un amigo a buscar un teléfono, para llamar no sé a quien. La mamá de este amigo, Genaro Najarro, la Sra. Otilia Ortiz a la que comenté esto me dijo, “tienes que calmarte, porque si no cómo se va a poner tu mamá”. Más tarde vino mi mamá y Jesús. Volvió mi tío Baldomero. Imposible dejar de llorar. Había que ir a Majes. Jesús dijo que no iría, pero me dio su máquina de fotos. No recuerdo con quién viajamos. Quizá con mi cuñado, Carlos Bernedo o en un expreso con mi tío Baldomero. En la querida casa, todo era desolación. Estaban ya Pepe, Percy, Raúl, Hugo, mis tías y tíos que fueron llegando de a pocos. Estaba allí también mi tío Antonio. A la llegada todo fueron abrazos y llanto. Había mucho dolor. Visto a la distancia, creo que el clima predominante, era de una tristeza sin fondo, desoladora e impresionante y así fue todo el tiempo. Era una tristeza para la que no había consuelo. Todos nos mirábamos con asombro, no lo podíamos creer y el dolor atravesaba todas las miradas y las palabras. Casi no hablábamos y cuando lo hacíamos, era en voz baja. Creo que todos teníamos la sensación de que en algo habíamos fallado para que esto sucediera. Y hoy, más allá de falsos sentimentalismos o culpas sin sentido, creo que en cierto modo fue así, en la medida que todos entendimos de una sola vez, que habíamos recibido de él mucho más de lo que le pudimos dar a cambio.
Cuando me serené pregunté dónde había estado mi tío el día anterior. Había estado regando, levantó la toma de la Viña y había caminado por la huerta. Me fui por esos lados y encontré en la tierra húmeda las huellas de su muleta. Fotografié varias de sus pisadas, las últimas. Luego fotografié por fuera su cuarto, su último taller de carpintería y después Raúl nos tomó una foto con su caballo, que estaba atado detrás de la Falca. Luego llegó Jesús; decidió que no podía estar ausente y vino.
Lo velamos todo el día. Almorzamos y cenamos porque había que hacerlo, pues no había ganas para nada. Me tocó ir a dormir a Aplao en casa de mi tía Elena. Recuerdo que me fui con pena, con la sensación de que esa noche tampoco iba a estar con él. Pero no dije nada. Suficientes problemas había ya en la casa. Antes de dormir salimos con mis primos a tomar un poco de aire. Puedo recordar la serenidad reposada y fresca de esa noche, el cielo negro y las estrellas brillantes, una brisa suave y sobre el silencio tan propio del valle, el apacible y delicioso rumor del río como fondo y nosotros conversando. La idea de que allí estábamos porque el que no estaba era mi tío Agenor, era insoportable, pero así eran las cosas.
Al día siguiente muy temprano volvimos a Los Puros. Ahora el féretro estaba en la ramada. Yo ya lo había visto. Era mirarlo con la sensación que deja la ausencia de vida, de lo conocido – desconocido. Era su rostro y su cuerpo y no era. Mi mamá estuvo conmigo en esos momentos y tuvo palabras llenas de ternura hacia su hermano. En verdad, era insoportable tener que aceptar que él ya no estuviera. En toda la casa no era posible encontrar consuelo. Por la tarde lo trasladamos a Aplao para el entierro. Sus hermanos fueron con él en la camioneta que llevaba sus restos. En el cementerio rodeamos su féretro y yo dije las palabras de despedida. No sé cómo lo hice. La emoción era incontenible y todos lloramos. Recuerdo poco mis palabras concretas, pero sí la escena que dominada desde un montículo. Rostros tensos, contraídos por el dolor y el llanto. Si tengo presente lo que de algún modo dije y quise expresar: “mi tío Agenor quería vivir”. Lo sigo creyendo, aunque hoy veo claro que si ello no sucedió es porque en un momento dado, el mundo que lo sostenía se derrumbó y él no pudo sobrevivir a ese cambio.
La muerte de mi tío Agenor explotó en la vida de todos y su onda expansiva fue tremenda. La familia venía tratando de cerrar un ciclo durísimo que se inició con el fallecimiento de mi tía Carmencita. Pero esta muerte impensada, reabrió heridas, atrajo y concentró los sentimientos de duelo que aún flotaban en el ambiente y por eso el dolor ya duro en sí, se hizo más intenso, al límite de lo soportable. Para todos era como observar que la pesadilla no había terminado y que lo que pensábamos concluido, estaba lejos de cerrarse. Producía un estado de ánimo de incertidumbre y el futuro parecía sombrío. No fueron momentos fáciles.
Hugo que había estado con él festejando su cumpleaños, tomando vino, jugando al sapo y al tejo y riéndose con los cuentos de su gran botella de vino, la Celina. Hugo que lo había dejado bien, no lo podía entender. Cuando de madrugada volvió incrédulo y dolido con la noticia entró al cuarto de mi tío Agenor y lo sacudió llamándolo, “Tío Agenor, tío Agenor”. Era tanto su asombro que pensó que podía estar vivo o volver a la vida. En vano.
Mi tío Edilberto acusó el golpe. Él lo despidió en su cuarto y se fue a dormir al suyo propio, que está al lado como todos sabemos. No escuchó nada. Le parecía imposible y le era también imposible aceptar que no hubiese podido ayudar a su hermano. No tenía consuelo. Más adelante mi tío Baldomero tuvo que apelar a toda su autoridad de hermano mayor, para con afecto y energía, con esa calidez tan sentida que él podía poner en sus palabras, convocar a todos a la serenidad y sensatez como manera de encarar el duelo.
Mi tía Graciela que intentó salvarlo y tenía en sus manos las huellas de la lucha final, estaba desconcertada, enojada con Dios y con la vida. Ella sentía que la muerte de sus padres era en cierto modo aceptable, se podía comprender, habían vivido su tiempo y cumplido con las tareas de la vida, hicieron obra y dejaron huella. Murieron en consonancia con lo que se espera de las personas. Con ellos además, se restableció la secuencia generacional: los padres mueren primero y los hijos les dan sepultura. Pero aquí esto se alteraba otra vez. Era el menor de todos el que se iba. Y además, era Agenor, el hombre bueno por excelencia, el hombre bueno y silencioso. Un día en que no dio más, se fue sola al río, entró en el agua y allí gritó y gritó. Gritó su rabia, se peleó con Dios y le reprochó lo que había hecho. Se peleó también con la vida y con mi tío Agenor. Después de este acto intenso y solitario, de esta protesta justa contra el destino, quedó más tranquila y volvió a casa.
Mi tío Alberto estaba enojado con mi tío Agenor. Él dijo, “Agenor se equivocó, está equivocado,... no pues, esas cosas no se hacen”. Mi tío Alberto se situaba en un mundo de valores y pensaba que las cosas se debían enfrentar y que esa vía no estaba en consideración. El cariño que sentía por mi tío Agenor se rebelaba ante lo que él hizo. Son respuestas de personas significativas de nuestra familia y en su diversidad, creo que nos representaron a todos.
El mismo día de su muerte por la mañana, conversábamos con mis primos Pepe, Hugo y Raúl, junto a mi tío Antonio, debajo de los pacaes, al lado de donde estaba uno de sus “talleres” de carpintería y a la entrada a La Viña. Acababa de llegar también uno de nuestros primos Chávez. Como todos los días majeños, aún en invierno, era hermoso, soleado, templado. La pregunta que todos nos hacíamos era si se hubiese podido evitar. Mi primera sensación cuando supe que había muerto, fue que lo habíamos dejado sólo. Quizá mi esto se explique por algo que muchos años después Jorge me recordó. Él quería ir al cumpleaños de mi tío Agenor y yo dije que no. No recuerdo que pasaba en esos días ni qué tenía yo en la cabeza; quizá porque Alfredo acababa de volver, pero aún así, me parece que las cosas eran más profundas y admiten por lo tanto lecturas más complejas que van más allá de ese día preciso.
Esa mañana mi tío Antonio preguntó otra vez qué se pudo haber hecho. Recuerdo muy bien la inmediata remembranza de sus palabras de marzo que relataré más adelante y que fueron nuestra despedida. O su consabida frase, “para todo hay remedio, menos para la muerte”. También su mirada que en su calidez, dejaba traslucir una tristeza constante. Y luego la realidad incontrastable de que las personas que toman decisiones como las de él, las piensan con antelación, las van asumiendo de a pocos y se deciden. Una vez hecho esto, el acto es cuestión de tiempo. Sin duda él había tomado la decisión mucho antes y la hizo operativa ese día. Por tanto, creo que a esas alturas y en esas condiciones, la muerte de mi tío Agenor no hubiese podido evitarse. Él la hubiese llevado a cabo más tarde o más temprano.
¿Por qué murió él entonces?. Es claro que la respuesta completa no la tendremos en la medida que él no puede dárnosla. Pero sí podemos deducir razones y sinrazones.
Es indudable, que a diferencia de lo que percibíamos y pensábamos nosotros, él sentía que la discapacidad lo inhabilitaba para una vida plena y eso le pesaba. En este sentido fue una víctima de su tiempo. En esa época, tener una limitación física cualquiera, equivalía a soportar de antemano sobre sí mismo, una mirada casi moral, de descalificación. Ser discapacitado lindaba con algo vergonzante o culposo y además, era fuente de desvalorización y menoscabo para la propia persona. Mi tío Agenor era mirado con una cierta compasión y su condición física así percibida, se proyectaba a su persona en su conjunto. Entonces él era “el cojito”, una especie de eterno menor de edad, que no podría tomar las decisiones importantes de la vida por sí mismo y que siempre necesitaría de protección. Aquí es curioso observar como los prejuicios se sobreponen a los hechos observables con facilidad. Por talento, inteligencia, fortaleza física y habilidad en cualquier campo del trabajo, él estaba entre los mejores y podía más bien hacerse cargo de otros y sin embargo esto no le fue reconocido en la plenitud que se lo merecía. Creo que lo más complicado y gravoso, es que ésta percepción ganó peso dentro de él mismo y esto lo confinaba a un perenne segundo plano. Quizá por ello, fue quien menos se proyectó en el mundo que vendría luego de la muerte de sus padres y de manera especial, de su madre, con quien él tenía una relación muy significativa y cercana.
Una de las cosas que más siento, es no haber podido romper las reglas de la época, o por lo menos algunas. Él era nuestro tío, era una autoridad. Esto implicaba una línea que no se podía flanquear. Podíamos saber cosas, observarlas y tener ideas al respecto, pero la manera como se concebía el respeto en esos tiempos implicaba que ciertas cosas no se podían hablar o decirlas a él o a los mayores. Y entre esas, menos que menos, los temas referidos a los afectos y la sexualidad. Recuerdo que en todo el tiempo que compartimos, sólo dos menciones a estos temas, que fueron un relato sin continuidad, que no daba para más y un comentario que también quedó allí. Pero me habría encantado hablar con él de esos temas y alentarlo por ejemplo a buscar novia. En la vecindad existían mujeres jóvenes con las cuales habría podido establecer compromisos y formar pareja. Y no tengo la menor duda de que esto le habría cambiado su perspectiva existencial. Pero para darse una idea de cómo eran las cosas, puedo recordar que mi tío Agenor, adulto y fumador pertinaz, no lo hacía en presencia de mi abuelito. Mucho menos era posible pensar un noviazgo como lo concebimos años más tarde. Los afectos y la sexualidad eran temas casi secretos. Por todo ello no era fácil casarse en casa. Puedo dar fe de los jóvenes que visitaban a mis tías y que siempre merecieron algún tipo de reparo. Muchos años después de la muerte de mi tío Agenor, me he enterado de por lo menos dos relaciones que sostuvo con mujeres. Ambas fueron consideradas inadecuadas por razones sociales o de apellido y le fueron prohibidas. Pero quiero decir algo, que quizá no tenga mucho valor ahora, pero que puede ser una reivindicación aunque sea tardía. No soy quien para juzgar a las mujeres y hombres que mis tíos y tías eligieron como pareja, y no habría sido la excepción con mi tío Agenor, sobretodo porque como ya dije, pienso que una pareja sí hubiese podido cambiarle el sentido a su vida y porque no admite discusión que todos lo hubiésemos preferido con vida, entre nosotros, más allá de la pareja que él hubiese elegido.
Otro de los temas infranqueables, fue su discapacidad. No hablamos nunca de ella. No sé si lo hicieron mis primos mayores. Era un tema tabú a pesar de que estaba ante nuestros ojos. No se podía hablar de ello porque lo considerábamos no sólo prohibido, sino quizá ofensivo, penoso o algo parecido. Las pocas veces que él se bañó con nosotros, entro lejos de donde estábamos y protegido por la hierba y nosotros evitábamos mirar su pierna tullida. Nunca le preguntamos qué le pasó, cómo fue que él tuvo ese desarrollo y él nunca tomó la iniciativa de hablarlo. Tampoco recuerdo que lo mencionara ninguno de mis tíos o tías. Por ello nunca pudimos decirle lo que hubiese venido a continuación: “ Ud. tiene poco desarrollada una pierna, pero en todo lo demás y como persona, no es menos que nadie”. Es decir, no desmitificamos la discapacidad, no la “gastamos o vanalizamos” hablándola, para llevar salud y cura, para dejar campo a todo lo que había en él de completud. Ante el silencio y la ausencia de la palabra, este hecho permaneció casi intacto a través de los años y a despecho de sus logros, siempre operó como una herida abierta, intocada y por tanto, nunca curada. Y esa fue una de las vías por las que se le escapó la vida.
Se movía poco fuera de su ámbito. Una vez que vino a casa en Arequipa, casi no salió. Recuerdo mucho una escena un día que yo salía: él miraba la ciudad desde la azotea de casa. Mi tío necesitaba de alguien que lo acompañé o por lo menos eso parecía. No es que no salió de casa nunca. Pero otros elementos estaban también en juego y es la diferencia de dinámicas tan radical y definida entre el campo y la ciudad. En el campo el ritmo era uno y otro en la ciudad; también el sentido de la responsabilidad y la obligación. Y nosotros habíamos entrado en esa dinámica. No podía reproducirse el ir y venir del campo. Nuestros temas eran la Universidad y lo que ella implicaba y en eso estábamos. Entonces en cierto modo no se pudo crear una situación fluida y armónica. Pero además, por los estilos ya señalados, por las normas de la época, no se podían hablar en forma directa del tema, por ejemplo de que como cualquier persona él podía salir y que los impedimentos eran los comunes a cualquiera que venía poco a la ciudad: no conocerla y tener dificultades para orientarse y no su discapacidad. Puedo suponer que aunque él añorara la ciudad, cuando vino comprobó que le era incómoda y que en cierto modo, la continuidad de los vínculos que sostenía como nosotros en Majes, tomaba otra forma en Arequipa.
Era un hombre callado, como otros de mis tíos. Trasmitía una enorme cantidad de afecto, pero lo hacía a través de gestos. Era paciente, escuchaba, hacía sentir su compañía, era protector, respetuoso. Muy rara vez se enojaba, nunca lo oí quejarse, siempre pedía por favor y nunca le oí una crítica descalificadora. Sólo cuando bebía alcohol se explayaba. Nosotros sabíamos que él nos quería y él sabía que lo queríamos. Pero fuera de este círculo, ese silencio lo aislaba. Tenía pocos amigos, salía poco y nada, no hacía vida social, no hacía ni recibía visitas y es seguro que en muchas ocasiones debió sentirse solo.
Tengo un recuerdo, fragmentario pero firme, que él quería irse de Majes y que incluso mi tío Luis le había prometido que si encontraba un lugar, lo llevaría con él. Sabemos que esto nunca ocurrió. Pero en ese contexto llegamos nosotros y por muchos años lo acompañamos. El no salió, pero nosotros fuimos. Pero no por siempre. A partir de 1963 empezamos a irnos, de hecho yo fui el último en partir. Mis hermanos menores vinieron después, pero no conozco esa historia que sé que tuvo también contenidos muy hondos.
Lo que sigue es un periodo clave, un periodo de desencuentro. Quienes estuvimos con él en esos años, Pepe, Percy, Raúl, Jesús y yo habíamos crecido y teníamos un proyecto de vida urbana y profesional y a eso nos volcamos. En ese camino, Jesús se fue incluso del país, Pepe a Lima y luego Percy. Raúl y yo, con mucha fuerza nos afincamos en Arequipa. Esta dinámica se llenó de contenidos, cuando nosotros seguimos creciendo y encaramos como todos los adolescentes y jóvenes las tareas del periodo: lograr una profesión, conseguir trabajo, formar pareja, fundar una familia, tener hijos. Y eso hicimos. Esto implicó volcar toda nuestra energía a ese objetivo. Como está dicho, fuimos y volvimos, llegamos más allá de Arequipa, nos hicimos profesionales y encontramos nuevos horizontes relacionales y culturales. Ese camino era casi por naturaleza divergente en cuanto tiempo y lugar de Majes y por tanto de mi tío Agenor. Hubo pues una separación por el vuelco de intereses de parte nuestra y en los hechos, la propuesta de un nuevo modo de relación con la casa de Majes que incluía largas ausencias. Más adelante, ya casados y con hijos, afincado otra vez en Perú en mi caso, Majes siguió siendo parte irreductible de nuestro itinerario vital, pero para ese entonces mi tío Agenor ya no estaba.
Es obvio que no se deja la vida sólo por una razón. Cuando nosotros salimos de Majes, era más o menos claro que no volveríamos. Y eso señalaba un camino nuevo, que seguirían por ejemplo mis hermanos menores. Mi tío Agenor crecía, los tiempos eran otros y él sabía ya que todos los que vinieran acabarían por irse. Los objetivos profesionales y de familia eran claros. Alentados incluso por todos en Majes. Nuestra generación retomó una vieja bandera familiar, el estudio universitario, la formación profesional pero a diferencia de las generaciones anteriores, la cumplió de manera enfática y masiva. Nuestro bisabuelo Miguel tuvo alguna forma de estudios superiores, vinculados a la Agrimensura. Mi abuelito Raúl volvió a Majes luego de tres o cuatro años de formación con los Franciscanos. Mi tío Raúl, pionero nuestro, hizo en Arequipa estudios secundarios en el Colegio Nacional de la Independencia Americana , dónde tal vez no más de una década después, en 1956 ingresó Jesús y a continuación yo. Luego siguió la carrera docente, hasta lograr su título. Volvió profesional a su casa en Majes y murió en forma trágica en enero de 1950. No alcanzó a trabajar y no pudo completar lo que había logrado de manera tan óptima: quedó a las puertas de la profesión. Eso influyó con fuerza en mi abuelito que no alentó más estudios superiores de ninguno de sus hijos. Pero allí estaba mi tío Antonio, el otro pionero, que sostuvo la bandera de lo académico y del estudio, junto a la fe y fue nuestro modelo. Luego cuando llegamos nosotros, los primos que veníamos a la casa de Los Puros y nuestros primos de La Hacienda Real , la búsqueda y logro profesional se hizo masiva. Casi todos los que salimos por lo demás, formamos pareja con personas que no eran de Majes. Fue una opción consistente. Mi tío Agenor nos alentó a ello, pero él quedó en el camino.
En una ocasión, muchos años después de visita en Majes, en otra oportunidad en que coincidimos con mi tío Antonio, elogiamos el campo que trabajaba mi tío Baldomero y la belleza de lo que nos rodeaba. Él aceptó nuestras palabras, y agregó, “es así, pero Uds. están de visita. Para esto hay que trabajar mucho y el trabajo es duro”. Yo he estado en Majes, sea en verano o en de invierno, en las vacaciones de medio año o en 1963 cuando no ingresé a la Universidad. El trabajo de campo es duro sin duda, pero pensándolo bien, en todo lado el trabajo es así. Si queremos obtener determinados logros, el medio es el trabajo intenso, no hay otro camino. Y mi tío Agenor no rechazaba el trabajo. Al contrario, lo disfrutaba, como nos consta a todos y además disfrutaba por partida doble porque lo hacía bien y él lo sabía. El problema por tanto no estaba allí, sino quizá en la soledad, en el ser él solo ante la vida. Es posible pensar que situado ante su futuro, mi tío Agenor experimentase una sensación de falta de perspectiva. Es probable que él viera difícil acceder a alguien, una mujer, con quien en la intimidad poder compartir logros o dificultades o que al término de una jornada, lo esperase para acompañarlo y que esto lo hacía sentir limitado, como que el mundo se fuese cerrando cada vez más para él. Es posible también pensar que prohibiciones anteriores que pesaron sobre sus romances le hiciesen pensar que esa vía estaba cancelada para él. Durante un periodo nosotros ocupamos sin dudas el lugar de hijos y compañeros. Le permitimos a él ejercer una paternidad llena de sentido y afecto. Cuando nos fuimos, quedaba abierta la puerta para que él buscase una continuidad, pero esa tarea no la pudo realizar y es posible pensar que este fue uno de los factores que desencadenaron el final.
A pesar de todo esto, cuando nos fuimos, la familia continuó siendo un fuerte referente para mi tío Agenor. Sus padres seguían vivos y ellos organizaban una manera de vivir y daban sentido a las cosas y a nuevos emprendimientos. Había una institución que organizaba desde los vínculos familiares, la distribución de responsabilidades y de las tareas, hasta la economía consecuente. Mi tío Agenor trabajaba en estrecha ligazón sobretodo con mi abuelita, era el brazo ejecutor de lo que ella y quizá mi abuelito, decidían. Ese mundo siguió sosteniéndolo cuando sus hermanos se hicieron más grandes y perfilaron sus proyectos, cuando nosotros llegamos y nos fuimos, cuando no pudo constituir una pareja y aún le era difícil avizorar su futuro. Lo sostuvo incluso cuando mi abuelito murió, pero este mundo tuvo un punto final irreversible cuando su madre falleció, pues ella más que nadie era quien lo sostenía con su afecto, con su autoridad y su enorme ascendiente moral.
Para él fue una pérdida con las dimensiones casi de catástrofe. Creo que a partir de este momento, el mundo en que mi tío Agenor vivió dejó de existir y cambió con drasticidad. Alfredo estuvo en Majes en sus vacaciones de julio de 1969 y desde luego, con mi tío Agenor. Eran los últimos días. Observó dos cosas que cobraron sentido con el tiempo: nuestro tío era la buena persona que siempre fue, pero su talante habitual era más serio y triste. Podía hacer bromas o reír, pero volvía a su expresión seria y triste. Recuerda además, la manera casi reverencial y devota como se refería a su madre. Era para él casi un objeto de veneración.
Fue un cambio profundo entonces. Era imprescindible reacomodarse y prepararse para nuevas etapas, donde tendría que asumir como individuo y persona decisiones claves respecto de su vida. Todos sabemos que tenía las condiciones para hacerlo, pero por las razones anotadas, él es muy probable que sintiera que no estaba preparado. En cierto modo mi tío Agenor vivió el fin de un mundo y se encontró con que no estaba preparado para otro, o por lo menos así lo creyó. Creo que en lo básico lo que más debe de haberle pesado, es la ausencia de una continuidad generacional: no tenía mujer y por lo tanto hijos en el camino. Su mundo llegaba hasta él. No imaginarse distinto, otro, no vislumbrar un futuro diferente, lo detuvo y lo fijó en el presente. A partir de allí, es probable que él no sólo no se sintiera preparado para la siguiente etapa, sino que decidió que no quería vivirla. Y aunque tenía mucho tiempo por delante, las identificaciones con los padres muertos empezaron a pesar más que el apego a su existencia. En ese contexto creo yo que la tristeza se hizo melancolía, decidió que no los sobreviviría y se negó el derecho a existir y realizar los trabajos de la vida.
No son sin duda estas todas las razones de tamaña decisión. Está dicho que no sabemos lo que pasaba por su mente. Nada se sabe de sus motivaciones más íntimas y de la complejidad de sus sentimientos. De lo que él pensaba sobre su futuro y de sus posibilidades. Lo que sí sabemos es que estaba en la plenitud de sus fuerzas. Pero la melancolía lo minaba por dentro y se apropiaba cada vez con más fuerza de su vida. Es cierto que nada parecía presagiar una decisión como esa. Aunque había evidencias, como lo recuerda Alfredo o sus palabras a nosotros en marzo de ese año. Pero si yo que estaba lejos y sus hermanas y hermanos que estaban con él, nos vimos todos sorprendidos en forma total por lo que él hizo, es porque tal posibilidad no entraba en nuestras cabezas, no sólo por el enorme talento que le reconocíamos, sino porque lo veíamos bien, o quizá con más precisión, porque lo queríamos ver bien. Por ello, aún aceptando que las razones de su decisión final son más vastas, no creo equivocarme en decir que las que señalo aquí estuvieron presentes.
Nuestro héroe
¡OH capitán, mi capitán!
Mi tío cuyo nombre completo era Agenor Demetrio Herrera Vigil, sufría una discapacidad en su pierna derecha, disminuida y deformada, a consecuencia de una poliomielitis infantil, que en su momento no fue percibida como tal. Se pensó que más bien era resultado de una travesura de mis tías Sara y Fidela, que jugando a mecerlo en la hamaca, le habían provocado una caída que causó los problemas en su pierna. Es obvio que aunque esto ocurriera en efecto, no fue la causa.
El primer recuerdo que tengo de él es vago. Estábamos con alguien más, Jesús o Rosa y quizá mi tía Carmencita, habitual anfitriona en nuestras llegadas a Majes, alrededor del montículo donde se quemaba la basura en el patio de la casa. Este lugar estaba más allá de los tiestos de lavado y frente a la parte de atrás de la landa y al ciruelo. Ahí veo de manera muy vaga a mi tío empujando un carrito formado por un palo y una rueda de metal, o quizá no era él quien lo usaba y más bien, nos lo había prestado a Jesús o a mí. No puedo precisar que edad tenía yo, pero es posible que estuviera de vacaciones y viniendo del Cusco. Si así fuera, mi tío Agenor de ninguna manera tenía más de veinte años y sí quizá más probable, 17 ó 18.
El otro recuerdo es en torno a su cuarto y creo que debe ser de la misma época, pues está presente mi tío Luis. Ellos estaban arreglando la pared, la cual tenía huecos en el estucado de barro. Recuerdo que la nueva capa cubría otra más antigua, que era si no me equivoco de un color de tono anaranjado. Era pintura a la cal. En cuanto mi tío Luis estaba aún en Majes, bien podría ser 1952 y entonces mi tío Agenor podía tener 16 años. Después no lo recuerdo mucho. Por ejemplo no puedo ubicarlo en la memorable celebración de las Bodas de Oro de nuestros abuelitos Raúl y Victoria y para ese entonces, él tenía 23 años. Puedo suponer varias explicaciones: en una familia de fuerte sentido patriarcal, en cuanto era de los menores, estaba opacado por la presencia de los mayores. Luego estaba su timidez y quizá sentido de desvalorización que lo hacía retraerse y yo mismo tenía 11 años y aún no había iniciado mi participación en las tareas más fuertes de la casa.
Luego viene sí, lo que yo llamaría la Edad de Oro de nuestro paso por Majes, que incluye nuestra relación con mi tío Agenor. En lo que a mí respecta va desde 1959 hasta 1963. Esta etapa concluye con la muerte de mi tía Carmencita y mi vuelta a Arequipa para intentar por segunda vez ingresar a la Universidad. Cuando esto ocurrió yo no volví más a Majes por largos periodos.
Por supuesto que el eje de estos años, fue la casa de Majes sencilla, amplia y acogedora. Estaba hecha de quincha, sobre suelo húmedo, sostenida por añosos horcones de huarango, de techos de caña, tejidos sobre largas y gruesas varas de huarango. Estaba edificada dando las espaldas al sur y al viento de las tardes, y la entrada principal hacia el este, si tomábamos por la sala y el norte, si la entrada era la del comedor. La casa corría en cierto modo de este a oeste y se ubicaba a la vera del camino que venía desde la carretera principal, al pie del cerro oeste, a la altura de Marancito y que conducía a El Monte, Cochate y luego otra vez la carretera. En cierto modo eran dos rectángulos edificados uno a continuación del otro entre el camino y la acequia interior que abastecía de agua a la casa. El primero más extenso aparecía como apoyado sobre el segundo que le servía de base y con en cual formaba un ángulo recto que sobresalía y formaba un pasadizo con el cuarto de mi tío Agenor. En el primer rectángulo que partía del camino, podíamos observar varios cuerpos. Venía primero la Ramada, luego el conjunto formado por la sala y el dormitorio de mi tío Edilberto. Esa pared que en su parte exterior delimitaba la Ramada, era a su vez el ancho de este rectángulo. Luego venían dos largos conjuntos: el dormitorio mayor, llamado la Dormida, seguido de otro dormitorio más chico. Una pared separaba estos ambientes con el largo comedor que daba al patio delantero de la casa. El dormitorio chico tenía salida a este comedor que a su vez concluía y comunicaba con la cocina. El otro rectángulo se iniciaba en la despensa, separado pared mediante del último dormitorio y mediante otra pared, de la cocina que se extendía más allá de la línea del comedor hasta el pasadizo mencionado. Esta era la casa. La puerta de la cocina daba a un patio interior. Al salir de la cocina a la izquierda estaba la entrada a la despensa y algo más adelante, un horno de barro. A la derecha un amplio gallinero y detrás de este como espacio casi mellizo, el canchón. El gallinero dejaba espacio para un ambiente más chico, lleno de arena donde se guardaban las papas en invierno y creo que también cebollas y ajos. En paralelo a la pared opuesta a la despensa, había un pasadizo y que lo formaba el cuarto de mi tío Agenor. Años después, en la reconstrucción de la casa, se construyó a continuación de este cuarto, el cuarto de mi tío Edilberto y luego una habitación más sencilla que fue el último taller de mi tío Agenor.
Mirando desde la puerta del comedor hacia el patio delantero, al frente estaba el moro y la campana colgada de una de sus ramas. A la derecha las habitaciones para los peones, seguidas de los corrales de borregos y burros. A la izquierda siempre desde la puerta, pero abriéndose cada vez más, quedaba un espacio de unos 25 metros , donde se ubicaba la Bodega Vieja y más adelante, la Bodega Nueva. Detrás de ambas el Lagar. Al costado izquierdo de la bodega, los restos de la Falca y la acequia principal que traía el agua a la casa. Detrás del moro, en el espacio entre ranchos, los cuartos de mis tíos Agenor y Edilberto y la Bodega Nueva , un amplio patio con estacas varias para caballos, toros y vacas que se extendía hasta los pacaes a la entrada de la Viña, quizá por unos 120 ó 130 metros . Los dormitorios, en lo que sería la parte de atrás de la casa, estaban protegidos del viento norte por la Landa. Entre la Landa y La Valle, sobre una elevación, estaba el cuarto de mi tío Miguel. Esta era la casa. Madera , carrizo y barro. Sala y dormitorios, piso de madera, lo demás tierra. Toda pintada de blanco.
En esa casa y en torno a ella, transcurrieron esos años. Parecen pocos, pero fue un periodo brillante y feliz. Todos éramos jóvenes, incluso los mayores de mis tíos que pasaban por poco los 50 o no los habían cumplido. Mayores en sí eran desde ya nuestros abuelos y mi tío Baldomero Vigil. Los demás estaban en el largo apogeo de sus vidas, en una adultez llena de vigor, iniciativa y actividad. Mi tío Agenor mismo completaba el despliegue de todo su potencial, situado como estaba entre los 24 y 29 años. La mesa de la casa, rodeada de bancas de huarango pulidas por el uso y en las que nos sentábamos, se llenaba en cada comida y era siempre presidida por mi abuelito.
Mi abuelito Raúl era una persona del más alto respeto y consideración nuestra. Además, lo queríamos y admirábamos. Los testimonios de sus hijos fueron y son diversos. Las mujeres lo idealizan y los hombres consideran que fue un hombre que supo ser duro y fuerte. Yo lo recuerdo como un hombre mayor. Mi abuelito en mi percepción, como que se auto - jubiló a partir de cierta edad. La imagen de él, está asociada a su sillón de madera y tejido de matara, a la cabecera de la mesa, que se acercaba a esta cuando las comidas y se alejaba o colocaba cara a la puerta el resto del día, mañana y tarde, mediado todo por una siesta. Vestía siempre de traje, con chaleco y saco, que cambiaba según fuera verano o invierno, camisa abotonada hasta el cuello y calzaba zapatos negros abotinados. Era un fumador compulsivo hasta unos cuatro años antes de su muerte, cuando tuvo una gravísima hemorragia nasal a consecuencia de lo cual casi pierde la vida. De hecho salió de la Clínica en Arequipa acosado con la enésima hemorragia, dispuesto a morir en su casa. Pero al llegar a Majes, se curó y vivió. A partir de allí no volvió a fumar. Sé por relatos que era un gran bebedor, pero no recuerdo haberlo visto embriagado. Se desplazaba poco, pero iba a la bodega, al lagar cuando la vendimia y de manera casi invariable, con su poncho en invierno, visitaba a mi tía Rosa por las tardes. Creo recordar que en más de una oportunidad fue caminando con nosotros hasta el río, ida y vuelta, aunque hacía descansos cada cierto intervalo. Tenía mal la dentadura y comía casi siempre arroz con huevo frito o carne en forma de churrasco bien blando. Este plato estaba acompañado por una cabeza de ajo cocida con el arroz y rocoto también hervido. Era un gran anfitrión y conversador, tenía mucho afecto por mi papá.
Salía de la casa de visita a otros lugares, montado en su caballo negro, enorme. En ese caso podía ponerse corbata. Llevaba puesto su poncho y a su perro, “pibe” en la grupa. Iba al paso y su caballo, casi chúcaro para con todos los demás, le obedecía con mansedumbre. Cuando estaba mi tío Baldomero Vigil, era su fiel escudero, montado en el burro “mameño”, otro jaco intratable, que trotaba a los saltos y nos movía todos los huesos, pero que bajo la mano de mi tío Baldomero, se deslizaba como una seda. Y así iban ambos, los únicos jinetes, conversando, mientras los demás los seguíamos a pie, por ejemplo a casa de mi tío Federico a celebrar el cumpleaños de su suegro, Dn. Carlos Corrales. Mi abuelito en cierto modo establecía los tiempos de la casa. Su cumpleaños, el 24 de febrero, era el día central del calendario en “Los Puros”. Era una fiesta siempre memorable, notable y plena a la cual todos estaban invitados y venía por tanto quien quisiese. Él tomaba estas manifestaciones de afecto son sencillez, pero disfrutaba de la fiesta. Aún le vi jugar al tejo, por ejemplo en dupla con Dn. Calos y colocar dos monedas en el pequeño agujero, que se llamaba “ñoco” y que señalaba el máximo de puntería y puntaje.
Temía una cojera en una de sus piernas a consecuencia de una quebradura años antes, cuando a caballo chocó con un burro cargado de leña o caña. Sólo se dio cuenta de la fractura más adelante cuando intentó desmontar. Se movía poco por el campo, pero aún así, encabezaba las visitas al río por las tardes, cuando este “entraba” en los días veraniegos. A veces iba en su caballo, y otras como ya dije, a pie. Opinaba sobre el mosto y el vino, jugaba al rocambor con mi papá y sus hijos Baldomero, Federico y a veces Edilberto. Disfrutaba bromeando y riendo gusto, jugando a las damas con su mujer y era consultado por mis tíos sobre cuando sembrar o cosechar o cortar árboles para madera. En una de las tantas oportunidades que toros ajenos invadieron el patio de la casa y empezaron a pelear con los propios, no podíamos atrapar a uno de ellos ni aún con el lazo con el que intentaban detenerlo mis tíos. Entonces avanzó él, tomó el lazo, lo ondeó por encima de su cabeza y lanzó sobre la cabeza del toro y lo sujetó de su cornamenta y lo pasó a uno de mis tíos, ya enlazado. Era generoso, siempre tuvo a su cargo a un chico que no podía ser criado por sus padres y a los que adoptaba en los hechos. Puedo recordar a Dn. Gaspar –célebre porque fue picado por una araña “podadora” y sobrevivió-; a Orestes que además pasó a trabajar para mi tía Elena cuando ella se casó; de Dn. Esteban, que cada 24 de febrero venía ayudar en las tareas de la casa. Era ley para él que la persona que llegaba a casa a la hora de las comidas tenía lugar en la mesa. Aprendí de él la noción de honor, del valor la palabra por encima de los papeles, del respeto a las personas, de la obligación de honrar las deudas. Encarnaba para nosotros el sentido de honestidad, de justicia, de verdad. Muchas personas acudían a él tanto porque estaba en posesión de las “hijuelas”, cuanto porque su palabra podía decidir cuestiones atinentes a propiedades o linderos. Era sobrio, de pocas palabras, pero cariñoso con nosotros. El día que se enojó con Percy y conmigo, nos sorprendimos, y nos tomamos la penitencia con humor, pero sabíamos y eso nos daba seguridad, que nos quería mucho.
En la banca de la izquierda se sentaban mis tíos Baldomero o Baldomero Vigil cuando estaba en casa. Él era un verdadero personaje. Cuando lo conocí no tenía casi dientes, caminaba con las piernas semi flexionadas, era flaco y parecía débil y a punto de derrumbarse. Todo lo contrario. Era fuerte, gran fumador, trabajador como ninguno y valiente como el que más. Como todos mis tíos, hacía y sabía de todo lo que tenía que ver con el campo. Le encantaba la pesca y era un nadador eximio. Toda su apariencia desmañada en tierra, se volvía plasticidad y armonía en el agua. Tenía una tarima en lo alto de los pacaes donde dormía la siesta, mecido por el viento de la tarde del valle. Él vivía en Huatiapa con su mujer e hijos, pero venía por largos periodos, sobretodo en el verano a Los Puros. Siempre venía con cosas para la casa, en especial tunas deliciosas, que disfrutábamos a pleno. Era uno de los que encabezaba al grupo cuando había que encarar algo y con quien nosotros más jugábamos y le hacíamos bromas que él tomaba con humor.
Venía luego mi tío Edilberto y después Pepe y yo. A continuación entre la mesa grande y la chica, donde se colocaban ollas y platos, se sentaban mi tía Sarita y Eduviges. En la banca de la derecha, se sentaban mis tíos Federico cuando estaba en casa, Miguel y Agenor y Jesús, Raúl y Percy. Luego mis tías Carmencita y Graciela. Mi abuelita se sentaba en la otra cabecera y entre ellas cuando estaban, mi hermana Rosa y mis primas, Eddie, Nancy y Reina.
Mi abuelita era otro de los centros de la casa. La recuerdo siempre vestida de largo y siempre con el cordón y escapulario del Señor de los Milagros. Muy religiosa y devota, lectora, tenía siempre cerca de su cama las Florecillas de San Antonio y en el dormitorio, una lamparita de aceite honraba todos los días al sagrado Corazón. Mujer activa, escribía a sus hijos ausentes, mis tíos Antonio y Luis. En contraste con lo sedentario de mi abuelito, ella estuvo en Tambo cuando nació Jorge y en Limatambo, Cusco para el nacimiento de Alfredo. Aún recuerdo la gratísima sensación de despertarme en esos días escuchando su voz mientras hablaba con mi mamá. Tenía también una relación estrecha con mi papá. Era una personalidad compleja. En otros aspectos, permaneció a la vera de la potente y sonora personalidad de mi abuelito y muchas veces quizá como disimulada tras de él. Pero era una mujer de enorme prestancia. No hacía ruido, pero era dominante en extremo. Ella dirigía la casa y hay que contar con que tuvo 16 hijos. Me parece que la tarea de criarlos fue asumida por ella con una energía que no hacía sospechar su figura menuda. Cuando nosotros la conocimos, cuando mi abuelito estaba ya en una etapa más sedentaria, la autoridad de ella creció tanto dentro de la casa, como fuera, en el manejo de la economía y en las decisiones sobre cosas de la chacra. Gran trabajadora y organizadora, estaba al tanto de todas las cosas de la hacienda. Nosotros intuíamos en ella, el enorme peso de su autoridad y por igual la queríamos y la respetábamos, por momentos con temor. Pero cuidaba de todo lo que tenía que ver con nosotros. Desde nuestra ropa a la comida. Se desesperaba cuando nos veía caminar sin zapatos en una batalla que perdía casi siempre. En otras ocasiones una mirada suya era inapelable. En lo personal, creo que ella me fue estimando más con el tiempo. Recuerdo lo que me dijo el día que llegué para despedir a mi abuelito. Estaba en la sala, rodeada de sus hijas. Me abrazó llorando y dijo “Gibito, esta vez ya no lo vas a poder cuidar, ya no lo encontraste”. Y tenía razón. Ella aludía a que cuando mi abuelito estuvo internado en la Clínica del Hospital General de Arequipa, yo iba todas las noches y dormía en la antesala de su habitación, para dar la voz o pedir ayuda ante cualquier emergencia. Nunca lo mencionó, pero esa vez me lo recordó. Así los recuerdo y no tengo duda de que lo que ella y él nos dieron constituyen algunas de las grandes enseñanzas de nuestras vidas.
Cualquier comida era abundante y riquísima y eran siempre dos platos cuando menos. Sopa invariable en verano o invierno y segundo plato, que podía ser un “chupe” en el almuerzo y cualquier guiso en la tarde. Así podíamos comer arroz graneado, tortas de harina, deliciosos frijoles, asado, guiso de gallina, pato o pavo; fideos, papas en todas las formas, repollo sancochado con ají y papas, camote, revuelto de habas, camarones, humintas, que eran un premio o pepián de conejo que era un festín. Los chicharrones eran infaltables en las grades ocasiones, como el cumpleaños de mi abuelito, así como el revuelto de sangre y las eximias rellenas que disfrutábamos en las semanas posteriores. Siempre al centro de la mesa había una abundante provisión de rocoto o ají en aceite y vinagre y cebolla colorada. También encurtido de rocoto o ají y cebolla. En verano, el mote era infaltable, como el tostado con pasas de uva o higos secos en invierno. Al terminar la comida, si era el almuerzo cada cual podía ir a tomar agua en el único jarro enlozado que estaba en la tinajera y o volver a la mesa o partir a las tareas del momento. En la noche, sobretodo en verano, la sobremesa era mayor y todo terminaba en el patio, sentados en círculo, con mi abuelito al centro, mi abuelita a su lado en una silla más baja, tomando el café a obscuras. Cuando estaban mis tíos Federico, cosa que ocurría con frecuencia o venía mi tío Baldomero, se hablaba más en la mesa. Eran comentarios sobre cosas que habían pasado, o sobre las tareas en la hacienda. Pero sentarse a la mesa en cualquier día, era ocasión de alegría, de estar juntos, de reunión por tanto. Se comía siempre a la misma hora y la puntualidad era de rigor. No se podía llegar tarde a la mesa, salvo que no se estuviera en casa y aún así, se esperaba que el ausente llegará a la hora de las comidas. La comida nos gustaba a todos, aunque la sopa era discutible entre nosotros, pero una mirada de mi abuelita acababa con las dudas: había que tomársela sí o sí. Estaban permitidas pequeñas variantes por cierto, como la de Pepe , que se levantaba muy sonriente y se traía un poco de agua de la destiladera para añadirle a la sopa y enfriarla. Pero a continuación, dejaba el plato flamante como todos.
Una tradición central y entrañable en la casa era preparar el “nacimiento”, expresión de la fe católica que todos profesábamos. Era tarea de mis tías, y cuando mi tía Sarita se casó, quedó como encargada mi tía Carmencita. Nosotros colaborábamos con ella. La plataforma estaba hecha ce cajones de fruta en forma de gradas, que se recubrían con papel luego. En lo más alto, estaba ubicado el pesebre. El lugar para edificarlo era la sala, en la esquina que quedaba a la derecha de la puerta que daba a la ramada, saliendo por ella. Después se colocaban objetos de todo tipo, juguetes, artesanías, muchos animales, casas, árboles y el día 24 de diciembre por la noche, el nacimiento en sí mismo. Traíamos también las primeras frutas maduras, como eran las brevas que ya aparecían en diciembre. Pasadas las 12 de la nochebuena, adorábamos al niño, muchas veces con nuestros amigos Velarde, Benítez y Rodríguez. Esta era una tarea que nunca perdió una dimensión de misterio, sobretodo cuando éramos más chicos, pues combinaba nacimiento y venida del Niño Manuelito con los regalos. La fantasía infantil y aún la adolescente, llenaba de contenidos estos hechos, que disfrutábamos a fondo. Desde esa noche y hasta pasado Reyes, bajo la dirección de mis tías Sarita o Carmencita, todos, nosotros y nuestros amigos, adorábamos y cantábamos al niño Jesús: Niño Manuelito / ¿qué querés comer? / Buñuelitos fritos / envueltos en miel. Era motivo de reunión y alegría, risa y canto. Luego los juegos podían continuar.
Mi tío Agenor era una persona en verdad muy especial y destacada. La discapacidad de la que adolecía impedía a los observadores percibirlo en su real valía. Creo que él también, tímido como era, se escondía detrás de este hecho. Esta discapacidad tenía otra doble consecuencia: la desvalorización que los demás ejercían sobre él y el menoscabo de la autoestima por parte de él mismo. Este último rasgo es el hecho que con el tiempo va convirtiéndose en central en su personalidad: el convencimiento de que ciertas dimensiones esenciales de la vida estaban lejos de su alcance. Y esa sería una de las líneas que lo llevaría al desenlace de su vida.
Era un hombre notable en varios sentidos. Llamaba la atención por el equilibrio y armonía de sus movimientos y actos. Todo en él era natural, en cuanto traducía dominio y conocimiento en todo lo que hacía. Sus movimientos tenían la simpleza de la fuerza y la energía que no necesitaba exhibir, pero que subyacían como sustento de todo lo que emprendía. Era elegante en todo, por su habilidad, porque todo lo hacía bien. Era elegante cuando caminaba, - si elegante cuando caminaba sobre una pierna y su muleta artesanal - cuando manejaba herramientas, en el trabajo, al montar sobre su caballo. Tenía un cuerpo admirable, de una musculatura perfecta, armónica, atlética. Era de un tipo masculino apuesto y atractivo, que por desgracia no hizo valer ante las mujeres en forma suficiente. Sonreía con frecuencia y eso lo humanizaba y lo hacía más accesible. Era parco de palabras pero comunicativo y nunca hacía sentir a su interlocutor abandonado. Siempre que se estaba con él, se tenía la sensación de estar acompañado, incluido, tenido en cuenta, aún cuando los silencios fueran largos, porque estaban llenos de afecto. Tenía un gran sentido del humor, de la improvisación y podía hacernos bromas, "pasadas", pero nunca de mal gusto o pesadas.
Era un hombre sensato, paciente para hacer las cosas, es decir, tenía un claro sentido de la temporalidad y entonces asignaba a las tareas el tiempo que era necesario, razón por la cual nunca parecía apurado, aunque trabajaba rápido, tanto que nunca le pudimos ganar en ninguna tarea que emprendimos juntos. Era fuerte y le sobraba energía pero sabía economizarla. Nunca se movía más de lo necesario ni hacía un esfuerzo de más. Las célebres entregas en Marancito de la fruta de la casa a Dn. Pablo Cuadros, que la transportaba a Arequipa, podían implicar varias horas de espera en el calor inclemente y matinal del verano majeño, al pie de un cerro rocoso, seco y polvoriento. Mientras nosotros, Pepe, Jesús, Percy, Raúl o yo, dábamos vueltas, íbamos y veníamos, subíamos más arriba por el camino para ver si aparecía el viejo Diamond de Dn. Pablo, trepábamos o tirábamos piedras al cerro, al camino o al campo, transpirábamos, íbamos a tomar agua al manantial y nos agotábamos impacientes en la espera, él llegaba, descargábamos los burros, cuidaba que los amarráramos en un lugar donde pudieran comer y se sentaba como siempre lo hacía, como en cuclillas debajo de la higuera y allí, a la sombra, solo y en silencio, esperaba sin moverse, cigarro tras cigarro, para sólo levantarse cuando había que entregar las cosas a Dn. Pablo. Era sin duda el que menos energías consumía, el que menos transpiraba y el que sabía que en ese caso, moverse no aceleraba los tiempos. Hecha la entrega, vuelta a casa, al paso del burro que montaba, tranquilo pero sin detenerse, porque había más cosas que hacer.
Hizo sólo la escuela primaria; escribía y leía lo suficiente. Pero no creo que hubiera leído nunca un libro completo. Las operaciones matemáticas elementales las dominaba, pero con lápiz y papel. Le era difícil realizar operaciones mentales de cierta complejidad. Eso lo dejaba para Jesús o yo. No era entonces ni profesional ni intelectual, pero sí era un hombre de una inteligencia superior, notable y brillante. Reflexivo, analítico, dotado de pensamiento abstracto y anticipatorio. Quizá no podía realizar una operación matemática en su mente, pero sí podía representarse de antemano tareas complejas, diseñarlas, establecer los pasos a dar, pensar en los materiales necesarios para llevarlas adelante y ejecutarlas, sobretodo eso: era un realizador. Su pensamiento concluía en la realización. Era un productor, producía cosas nuevas y en sus obras también era elegante y equilibrado. Todo tenía que estar bien hecho, ser armónico. Sus obras eran tersas, limpias. Se podía reconocer por el acabado, quién había hecho una canasta, limpiado un surco o armado una cadena.
Era un hombre pensante y reflexivo. Siempre que había que hacer algo, lo pensaba antes y luego lo ejecutaba. En todo tenía un plan. Muchas veces emprendía cosas nuevas. Lo recuerdo aún pensando y cavilando, observando el lugar donde tenía que trabajar, calculando los materiales y el modo de utilizarlos, parado o sentado en cuclillas, fumando y pensando hasta que encontraba el modo y se ponía en movimiento y entonces lo hacía. Esto me ha servido y me sirve hasta hoy de fuente de inspiración. Siempre tuve la sensación de pocas cosas estaban fuera de su alcance.
Dije que era rápido en el trabajo. En las tareas del campo se notaba poco su discapacidad. Parecía frágil porque a la vista impresionaba como "flaco". Pero ya hablé de su vigor y fuerza. Y desde ahí neutralizaba su limitación. Podía cortar caña, maíz, hachar, sembrar, cosechar de todo, deshojar, regar, surquear, "cuspar" como el mejor. No podía como es obvio con los grandes pesos, pero porque tenía que hacer equilibrio sobre una sola pierna y porque su “otra pierna” era frágil. Por ello en cuanto nosotros crecimos nos encargábamos de levantar pesos, sean cajones de fruta o troncos o cargar los burros con todo lo que se pudiera llevar. No es que él no podía hacerlo, lo hacía, era además cuidadoso de su independencia, pero era una división tácita del trabajo y en verdad, un verdadero placer para nosotros de hacer algo por él. Tal vez por su discapacidad era un creador incansable de instrumentos: desde sus célebres camiones y carretas, hasta las cachas y deshojadores. Todo bien hecho y terminado, con un completo sentido de la proporción, del diseño, de la elegancia, de lo bello, de la estética y de la utilidad.
Era difícil ganarle en el trabajo. Era rápido y efectivo. Cuando nos levantábamos de madrugada para deshojar el maíz por caso. Sin decirlo hacíamos "carreras". Por ejemplo de quien llenaba primero la canasta con los choclos deshojados. El no lo decía, pero nos daba ventajas, pues elegía la canasta más grande, pero terminaba primero, hasta que desistíamos de ganarle. Siempre su montón de chala era el más voluminoso. Sin embargo, nunca nos hizo sentir de manera prepotente su mayor habilidad ni se jactó de ella. Por el contrario, exhibía buen humor, nos daba ánimo y estímulo. En compensación, éramos nosotros con Pepe a la cabeza, quienes llevábamos las canastas a la landa y la chala a su lugar.
Mi tío Agenor era ordenando, pulcro y limpio en su trabajo. Lo digo sabiendo que trabajábamos siempre sobre piso de tierra, rodeados de todo tipo de restos vegetales, desde chala, hojas secas, ramas, agua, polvo, etc., pero todo estaba en su sitio y nada quedaba fuera de lugar. Las herramientas se sacaban y se guardaban. Los fuegos quedaban apagados, la basura acumulada.
Era un eximio artesano. Hábil con todas las herramientas del campo. Manejaba como los mejores la lampa, machete, hacha, segadera, corvillo, azuela, serrucho. Hacía cadenas, sillas, carretas, sillones, bancos. Fabricaba sus deshojadores, todo tipo de mangos, grandes y pequeños y era prolijo para hacerse por ejemplo el mango de una cacha. En muchos de estos instrumentos -como en árboles, troncos, paredes- dejaba impresas sus iniciales. Era sobrio en todo. No desperdiciaba nada, ni comida, ni fruta ni materiales. Era su carácter, pero también sello de su bien hacer las cosas. Sabía lo que necesitaba, elegía bien y hacía el trabajo con el mínimo de desperdicio. Esta sobriedad no implicaba que fuera mezquino. Por el contrario, más de una vez me enseñó lo que es la generosidad.
Era un cazador nato, pero siempre con su cacha. La llevaba en uno de sus bolsillos y según su ánimo, todo era objeto de cacería, en especial palomas... y hasta un colibrí. La primera porque era comestible, el segundo porque era un desafío a su puntería. Hoy no lo haríamos, pero así eran las cosas. No lo vi manejar la escopeta y más bien creo que no cazaba con ella.
Le gustaba la música, pero no era hábil para cantar o tocar los instrumentos. Rasgaba con frecuencia la guitarra, sobretodo cuando estaba con algunas copas. Tocaba de vez en cuando su “rondín”. Pocas veces, como la quena de Orestes, un peón fiel a la casa, que venía cada verano a trabajar en la hacienda, pero nos encantaba. Luego lo secaba y a dormir. La canción que más le recuerdo es un yaraví de Lino Urquieta, muy triste, “La partida”, de cual por lo general sólo entonaba la primera estrofa:
Ya me voy a una tierra lejana /
a un país donde nadie me espere /
donde nadie sepa que yo muera /
donde nadie por mí llorará.
Se fue en efecto, “hacia la noche secreta y hospitalaria que no habla” pero lo lloramos, todos.
En nuestra época en que todavía teníamos potreros en la hacienda, jugábamos al fútbol. Mi tío Agenor jugaba, a veces de arquero y a veces como jugador de cancha y por supuesto jugaba con las dos “piernas”. De arquero la cuestión pasaba porque acierte en los despejes con la pierna sana, algo que podía no suceder porque en ocasiones la patada iba por un lado y la pelota por otro y... gol. Pero todos nos reíamos y divertíamos. En la cancha si lo superaban siempre quedaba el recurso de arrojarse encima del rival. Así observamos escenas memorables con mis tíos Edilberto o Miguel. Pasaba la pelota pero ellos no.
No le gustaba el agua. En los carnavales se escondía o defendía de nosotros con su autoridad, aunque es obvio que no se podía librar siempre de un remojón. Verlo entrar al río o al manantial para bañarse, era un espectáculo. No sabía nadar. Entraba de a pocos y entre quejas y gemidos que nos causaban risa. Era excepcional que lo hiciera, pero cuando podía nos acompañaba si nosotros íbamos a bañarnos. Como dije, creo que tenía un poco de vergüenza que lo viéramos en ropa de baño. Aún en eso le pesaba su discapacidad.
Comía de todo, rápido y bien. No le recuerdo preferencias en especial. Sí en las frutas, donde la uva se llevaba las palmas. Luego de la vendimia, hacía acopio de varios racimos que suspendía del techo, colgados de un hilo, para poder disfrutarlas por un tiempo más.
Un lugar especial era su cuarto. Era de quincha, techo de carrizo y matara. Tenía como es de esperar vacíos en el techo y grietas en las paredes, que sólo reparábamos cuando hacía frío. El cuarto formaba un callejón una de las paredes de la cocina y daba acceso al patio interno de la casa. Estaba frente al añoso moro y a un costado del patio de delante de la casa. Era un frente hermoso. El moro, que aún daba frutos era más que centenario y de él pendía la célebre campana de la hacienda. Parecía que habían crecido juntos y que formaban por tanto un conjunto inseparable. Con ella se daba la hora de entrada y salida del trabajo en el campo, mañana y tarde y se convocaba a todos a la casa, en caso de una emergencia. Para nosotros era un verdadero placer que nos encarguen tocarla. El moro, testigo inmutable del paso del tiempo y de las generaciones, era una de los emblemas de la casa y además de soportar a la campana, servía de amarradero para caballos y ganado. Sobrevivió a mi tío a nuestro paso por Majes, pero muchos años después, se derrumbó con la dignidad propia de sus años. La campana, perdida su atadura casi natural, fue a pesar de muchos de nosotros, donada a una capilla cercana a la casa.
En ocasiones, él solía poner una veleta en el techo de su cuarto, que giraba con el viento. Tenía dos camas que formaban ángulo recto. Una era en realidad una tarima de caña y troncos. La otra, que ocupaba mi tío era de metal. Las separaba una mesa de luz, alta y de superficie pequeña donde estaba la lámpara a querosén y tubo de vidrio que nos iluminaba. Un tema era por supuesto que el tubo esté limpio, tarea que se realizaba sólo en caso de extrema necesidad. El cuarto cumplía varias funciones. Era dormitorio, lugar de reunión, cuarto de herramientas, depósito, taller y en cierto modo, despensa. La puerta de madera de guarango, no tenía llave y si apenas una aldaba sencilla que permitía cerrarlo por dentro, algo que muy pocas veces ocurría. Lo había compartido con mi tío Luis y luego era el lugar natural donde nosotros queríamos estar. Pero sólo había una cama disponible.
Le gustaba el vino, quizá menos el pisco. Pero lo bebía cuando había ocasión, en fiestas o reuniones. Tenía poca tolerancia al alcohol y con poco, se embriagaba. En ese caso, se ponía colorado y levantaba la voz, pero no era agresivo. Eso sí, le costaba dejar de beber, siempre quería tomar más, hasta que se dormía. Esta dificultad para aceptar que ya había bebido suficiente, fue el desencadenante inmediato de su decisión final.
Esta era la estampa de mi tío Agenor. Habría que añadir algo más: el cigarrillo. Negros siempre, Nacional o Inca, después, cuando se difundieron y como todo el mundo, rubios con filtro. Se levantaba y encendía el primero y se acostaba y fumaba el último ya en la cama. Al terminar, arrojaba la colilla al piso y a dormir. Y así era, guapo, de estatura regular, delgado y fibroso, erguido, jinete lleno de plasticidad y garbo; elegante, agradable y simpático, risa franca y abierta; atractivo, enérgico, sobrio; inteligente y capaz, reflexivo, trabajador y realizador; artesano, creativo; pulcro, limpio y fino en su obra; valiente, sólo el agua y las cosquillas lo hacían retroceder; observador, mirada atenta y de fondo triste; cigarrillo en la mano o en la boca y entonces, ojos entrecerrados; sombrero casi siempre, a veces gorra; zapato casi siempre, a veces descalzo. Generoso. Noble. Sencillo. Inolvidable.
Nosotros
Por lo general, veníamos solos a la casa de mis abuelitos. Siempre vinimos, sea desde Lima, Tambo o Limatambo en el Cusco y luego, desde Arequipa. Los Medina vivían en Majes. En una época, eran vecinos, pues vivían en la casa que después fue de mi tío Baldomero. Vivieron también un tiempo en Uraca, cerca de Corire, pero el lugar de referencia más característico, fue Aplao. Mi mamá venía más cuando éramos más chicos y en ese caso, estábamos todos, los seis hijos en la casa y en ocasiones papá y mamá. La recuerdo poco a mi mamá en las tareas de la chacra, más en la cocina con mi tía Graciela, pero recuerdo también el afecto y el respeto con que todos mis tíos la recibían. Cuando salíamos de paseo, al río por ejemplo, estaba con nosotros y la recuerdo caminando en la viña o en la huerta mientras hablaba con mi tía Elena entre otras. No cabe duda que en una familia numerosa, debieron existir alianzas y rivalidades, pero el trato entre ellas era siempre de mucho afecto. Mi mamá se hacía cargo de cosas de nosotros cuando estaba, pero como grupo nos movíamos siempre alrededor de mi tío Agenor.
Es difícil explicar la adhesión que un grupo de sobrinos desarrollamos hacia mi tío Agenor. Se puede decir que había cierta homogeneidad, pero había peculiaridades en cada cual y en cada familia de origen. El grupo estaba formado por orden de edad por Pepe, Percy, Jesús y yo. Raúl era parte del grupo, cuando venía a casa, estaba con nosotros y mi tío, pero creo no ser injusto si digo que no le gustaban las tareas del campo. No es una crítica. Era más citadino y muchas veces se quedaba en la casa, aunque desde luego podía hacer y muchas veces las hacía, todas las tareas que emprendíamos nosotros.
Quedábamos dos Medinas y dos Valdez. Pepe y Jesús formaban un par y el otro lo Percy y yo.
Pepe era una era una excelente persona, sencillo y querible. Simpático, amable, bondadoso. Siempre sonriente, fuerte, trabajador incansable, conversador pertinaz, de risa fácil, franca y abierta. Dispuesto y generoso. Fue el único de nosotros que tuvo enamorada en esa época, la mítica Elisa Morales , chiquilla preciosa, hija de uno de los médicos de Aplao. Nos reíamos y le hacíamos bromas porque solía tener frío cuando nosotros transpirábamos. Junto a Jesús, acompañaba a mi tío Agenor. Iba con él a las tareas más pesadas o lejanas de casa. Cuando la carreta estaba muy cargada, él se hacía cargo. Levantaba los mayores pesos, canastas, forraje o los atados de chala más grandes. Siempre estaba en primera fila para el trabajo, pero era silencioso. Pepe nunca faltaba en el trabajo, pero hacía las cosas de tal forma que muchas veces era como si no estuviera. Antes de sentarse las comidas, de manera invariable, se lavaba manos y cara, se mojaba el pelo y presentaba bien peinado a la mesa. Era de los fumadores de entre nosotros, algo que todos aprendimos con el tiempo. Veneraba a su madre e iba y venía de su casa. Pasamos muchas cosas juntos, en la chacra o en el río. Era un eximio nadador y jinete diestro. Pero la anécdota que más recuerdo, es una que le sucedió con mi abuelita. Estábamos en la casa una tarde y a él le dio hipo. En eso apareció mi abuelita que nos llamó y pidió que fuésemos con ella a La Valle. No recuerdo para qué, pero me parece que quería que apuntalemos un durazno. Está dicho que en casa la autoridad de los mayores era inapelable, pero en el caso de mi abuelita, esto alcanzaba su máxima expresión. Allí fuimos, Pepe con su hipo y yo. Mi abuelita que había estado silenciosa, cuando llegamos a La Valle le dijo a Pepe, con voz muy suave y tranquila, “Pepito, se me han perdido cinco soles, ¿no sabes tú donde están, no los has visto?”. Percibida como percibíamos a mi abuelita, esta no era una pregunta, sino casi una acusación y nada menos que tomar dinero!. Eso superaba cualquier falta que se podía imaginar. Aunque la pregunta estaba dirigida a Pepe, me llegaba a mí, pues al igual que él había sido llamado. Pepe atinó a responder: “No abuelita” y luego se quedó sin voz. Así pasaron los minutos, angustiosos y en silencio. Nada dijimos. A los dos a tres minutos, mi abuelita volvió a hablar, pero esta vez dijo, “¿Se te pasó el hipo, no?”. Pepe recuperó la voz y pudo responder, “Sí abuelita”. Y añadió mi abuelita “un buen susto lo cura siempre”. No cabe duda, sobretodo por lo primero, que tenía razón. Recién allí respiramos aliviados y pudimos hacer la tarea para la cual fuimos convocados. Pepe era uno de los más queridos en la casa.
Jesús era el otro ladero de mi tío Agenor, su lugarteniente. En esa época yo competía mucho con él y sentía que tenía las preferencias de mi abuelita y de mi tío Agenor. Jesús era una persona muy confiable. Desde muy chico le encargaron tareas complejas, que él hacía muy bien. Era organizado y ordenado, rápido en el trabajo. Muy inteligente, reflexivo, ayudaba en la casa en cuentas, números y pagos. Observador, era muy trabajador y no dejaba nada sin terminar. Jesús tenía pensamiento anticipatorio, era un planificador nato, y junto a eso, tenía una gran capacidad de realización y ejecución. Entendía con claridad y sin dudar las instrucciones sobre una tarea y las ejecutaba sin error. Tenía un gran sentido de la responsabilidad y quería siempre hacer las cosas como correspondía. Su amor propio era notable. Recuerdo que en una oportunidad estuvimos plantando camote en la Huerta, todos nosotros junto a mi tío Agenor. Era por la tarde, cerca de la hora de la comida cuando terminamos. En eso apareció mi tío Edilberto que observó lo hecho y lo criticó en su estilo directo, diciendo que estaba mal. Sacó algunas plantas e indicó como debiera hacerse. No estoy seguro, pero es posible que señalara la parte de Jesús. Él no dijo nada y no recuerdo que mi tío Agenor hiciera algún comentario. Nos fuimos a comer y luego ya de noche a dormir. Al día siguiente, antes que nadie, Jesús se levantó muy temprano, sólo, se fue a la Huerta y rehizo todo. A la hora del desayuno, estaba con todos nosotros. Así era él.
Por su capacidad y orden, era el elegido para los encargos. Iba a caballo a hacer las compras a Aplao y lo hacía bien. En una oportunidad en que estaba en esa tarea en Aplao, antes de que volviera por la tarde, entró la “lloclla” de Cochate. No pudo pasar. Mis abuelitos enterados mandaron a alguien para que lo espere de este lado. No sé si fue alguno de mis tíos con una de los criados, quizá Don Esteban o Rufino. Jesús esperaba sereno del otro lado y en cuanto bajó algo el nivel del agua, cruzó el cauce un poco más abajo y pasó a este lado. Llegó ya casi obscuro cuando estábamos comiendo. Fue recibido con alegría y alivio y esa noche nos contó como fue todo y fue el centro de la cena.
Era muy cuidadoso de sus cosas, le encantaban los autitos de miniatura, ya tenía algunos y jugaba con ellos. Recuerdo que tenía su “circuito” en La Mancha, lugar delicioso, umbrío y sereno, entre las higueras. Una vez con Percy le estropeamos su “camino”. Le mortificó mucho, pero pronto lo rehizo a la perfección. Fue el primero en ingresar a la Universidad en 1961. Lo hizo con brillo. A Jesús siempre le gustó el conocimiento. Cuando él dejó de venir, su ausencia se hizo notoria. Luego se fue a Brasil. Era ya 1962. No cabe duda de que mi tío Agenor lo quería mucho.
Percy era mi par. Flaco y alto, pero comía como el que más. Era sin discusión el más ágil de todos nosotros. Gran nadador, era el que saltaba más lejos y más alto. Trepaba los árboles como el que más y podía descender descolgándose por las ramas. En una oportunidad en que el caballo negro de mi abuelito, caballo grande y difícil de conducir para los demás, se asustó en la viña y empezó a correr alocado con él de jinete. Como en las películas, al pasar se colgó de una vara que sobresalía de un parral. Luego descendió al piso como si nada. De risa fácil y voz sonora, era gracioso, ocurrente y bromista, inquieto, siempre estaba mirando y pensando, atento y alerta. Hicimos muchas cosas juntos. Éramos los encargados invariables de traer la alfalfa u otros forrajes para los animales más chicos, como borregos y conejos, pero también para los chanchos y burros. Y allí íbamos. No había tanta aventura ni era tan distinguido como en ir con mi tío Agenor, pero nos divertíamos. Si en el desayuno no había pan, antes de llegar al lote de alfalfa en San Antonio, ya habíamos comido deliciosas uvas o duraznos. Si íbamos con la carreta, jugábamos llevándonos encima en forma alternativa. Al cortar el forraje inventábamos batallas ficticias. El ejército enemigo era el pasto de turno y nosotros avanzábamos segadera en mano. Luego volvíamos a la casa, quizá cerca de las 9.00 de la mañana y repartíamos la alfalfa en los corrales. Después podíamos ir a buscar la fruta caída por la noche, duraznos y manzanas o higos, que iban para los chanchos, menos para el cebón, mimado con maíz en la espera del 24 de febrero. Podíamos también ir a cambiar a las vacas y caballos de lugar de estaqueado o hacia el medio día, darles agua. Por la tarde la tarea más fuerte era recoger los higos y traerlos para ponerlos a secar. Esa era una tarea colectiva. Y así.
Recuerdo una vez que mi abuelito se enojó con nosotros. El río que había entrado, estaba grande y por lo tanto, los chicos no podíamos ir sin la compañía de un adulto a verlo. Pero sin pensarlo, nos fuimos. Volvimos a eso de media mañana. Mi abuelito, que nunca se enojó con nosotros, estaba furioso y sobretodo, levantado de su sillón. Dijo, “Estos mozos, que se creen. Qué van a decir mi compadre Jesús y Enrique si se enteran. Vengan para acá”. Estábamos azorados. No sé que dijimos, pero mi abuelito nos castigó enviándonos a juntar las hojas de la chala y llevarla al corral de los burros hasta terminar, sucedido lo cual, volveríamos a avisarle. Él estaba sentado en su sillón y nosotros íbamos de la Landa al corral con las hojas secas... a media mañana de un día de verano. Pero no estábamos enojados sino divertidos por la ocurrencia de mi abuelito. Concluido todo, fuimos donde él estaba y por supuesto, ya estábamos perdonados. Cuando nuestros hermanos mayores no estaban, nosotros los reemplazábamos con mi tío Agenor y eso se disfrutaba.
No siempre estaba todo el grupo, pero a veces sí, Raúl incluido y Rosa y mis primas Medina. Competíamos entre nosotros, a veces nos peleábamos, siempre de palabra, nunca con violencia y siempre pasajero, nunca con rencor. Pero éramos un grupo unido y nos queríamos. Todos nosotros nos sentíamos cómodos. Nos adaptábamos a las reglas de la casa. Hacer cosas, trabajar era natural, nunca lo sentimos como una imposición. Cuidábamos todo, objetos, campo, árboles, animales. Aunque no éramos habitúes de la casa, los perros eran nuestros perros y nunca nos agredieron. Jugábamos con ellos y por supuesto, formaban parte de cualquier andadura que emprendiéramos. He puesto énfasis en la tarea, pero descansábamos, jugábamos y nos divertíamos. Así recorríamos los campos vecinos, jugando en las pequeñas lagunas de agua que afloraban de los terrenos húmedos y donde a veces mi tío Agenor o Rufino hacían andariveles con palos y matara. O atravesábamos haciendo túneles, los chilcales del frente de la casa. Cuando recuerdo todo lo amarga que era la chilca, no puedo menos que asombrarme de esta capacidad adolescente de hacer lo que a uno se le ocurre y quiere. Trepábamos árboles, íbamos a visitar a nuestros vecinos, por ejemplo a casa de Don Aníbal Rendón y su esposa Doris que nos recibían siempre amables y cariñosos y además nos invitaban y regalaban chancaca y raspadilla de caña de azúcar, dulce y deliciosa. También visitábamos a los Velarde y a los Benítez – Rojas. Si un camión o tractor se atascaba o derrapaba por algún camino, allí estábamos todos, hasta que todo quedaba resuelto y luego a casa a velocidad de burro. Así era, un ir y venir, alegre, grato donde aún la tarea era llevada adelante con alegría.
Creo que estábamos con mi tío en lo básico, porque él nos recibía, estaba y se hacía cargo de nosotros y lo disfrutaba. Pocas veces, tal vez nunca hablamos de afectos con él, pero es obvio que lo queríamos sin reservas y él a nosotros. Era además no mucho mayor y estaba siempre en casa. De otro lado, él era quien hacía las tareas de la casa en sí. Mis otros tíos tenían sus parcelas asignadas, trabajaban en mucho para ellos. Mi tío Agenor trabajaba para la casa y nosotros íbamos a la casa de nuestros abuelitos y por lo tanto, hacíamos las cosas para ellos. Eso nos ligaba más aún a mi tío Agenor. Como dije, él hablaba poco del afecto que nos tenía, pero muchas veces éste se dejaba ver en su sentido de competencia: no le gustaba que trabajásemos para otros de mis tíos. Él quería que estuviéramos con él. Valoraba en grado sumo que estudiásemos y nos apoyaba siempre. Estaba más que orgulloso de nuestros logros. Ahora, toda su parquedad para expresar afectos de desvanecía apenas se encontraba con el vino. Entonces sí, sus sobrinos éramos los mejores del mundo y los más inteligentes que podían existir.
Como dije mi tío era sobrio para hablar, pero no seco. Respondía todo lo que le preguntábamos. Hablaba claro y le entendíamos. Nos decía cómo hacer las cosas y cuando pedía ayuda, era preciso. Lo queríamos y le teníamos mucha confianza, pero en igual medida y sin que nunca hubiese recurrido a ningún tipo de violencia, los respetábamos como al que más. Su autoridad de tío y mayor no estaba en discusión. Con él no se podía estar quieto. Recorríamos la hacienda de arriba abajo. Todo el día íbamos de aquí a allí. Teníamos descanso, hacíamos siesta, podíamos levantarnos un poco más tarde que él, pero cuando había trabajo, había que hacerlo y él nos convocaba con su bonhomía, humor, capacidad de ponerse a la cabeza y de articular los temperamentos distintos que éramos.
De esta manera, podíamos “calchar” maíz fresco aunque ya maduro, cargarlo al hombro si era poco o en los burros si era mucho y traerlo debajo de los pacaes de la viña, temprano, donde a veces nos esperaban mis tías Graciela o Eduviges, deshojarlo, llevar los choclos a la cocina y distribuir la chala fresca entre vacas, toros, burros, borregos y hasta conejos, desayunar luego, ir a buscar forraje para el resto del día, alfalfa por caso, algo que Percy y yo hicimos la mayoría de las veces, cambiar de lugar a caballos y vacas, arreglar algún cerco o taranguela, apuntalar algún frutal cualquiera, durazno o alguna higuera; regar. Luego podíamos ir a bañarnos. Almorzar y a dar agua a los animales y después descanso que podía consistir en dormir una siesta o leer una revista, hacer el crucigrama – que mi tío no entendía cómo uno podía dedicarse a tal cosa- y luego otra vez al trabajo. Llevar a los borregos al potrero, frente a la casa de mi tío Baldomero, recoger la fruta seca, y si había que hacer un despacho para Arequipa, cosechar de todo, uva, poca por lo general, pues se reservaba para el vino, duraznos, manzanas, higos, que seleccionábamos luego y él encajonaba. Ordenado como era, tenía su cajoncito de herramientas y clavos y su yunque, que utilizaba para enderezar clavos y zunchos. Por cierto que esta tarea de recolección de fruta, era de todos, tías, sobrinas y sobrinos y aún mi abuelita. Luego traer las vacas si estaban en el campo, amarrarlas en sus estacas, buscar forraje para los animales, unos por alfalfa y otros con mi tío Agenor a traer carricillo y luego lavarse para puntualmente, sentarnos a la mesa.
El día concluía cuando se sacaban el sillón de mi abuelito al patio. Ya era casi noche. Mi abuelita se sentaba a su lado en una silla más chica y los mayores en otras sillas. Nosotros y algunos de mis tíos, nos sentábamos en los troncos que estaban a los costados de patio. Pero no estábamos quietos. Después tomábamos el café con mi abuelito presidiendo la tertulia. Se trataba de conversar o contar chistes. A veces volvíamos a la casa donde se podía jugar al rocambor – mi abuelito Raúl, mi papá, mis tíos Baldomero y Federico y a veces Edilberto. Los demás nos entreteníamos con el 7 ½, el bingo o las damas. Podía ocurrir también que viniesen nuestros amigos a jugar. Eran Juan Velarde, Manuel, Jorge y Edilberto Benítez, que más adelante cambiaron su apellido por Rojas y León Rodríguez, a veces Juan Luis y más raro, los mellizos Medina. Podían también venir las chicas Velarde, pero lo recuerdo poco. Luego nos íbamos al cuarto de mi tío Agenor, última escala de todos, tíos incluidos y a dormir temprano que temprano comenzaba la jornada.
Como dije líneas arriba, trabajábamos siempre, pero no hacíamos jornada a la manera de un peón. Además, el trabajo tenía una dimensión lúdica, de juego, de lo grato, en lo fundamental por el espíritu sereno que trasmitía mi tío Agenor. Él trabajaba bien y tranquilo. No había agitación, ni nerviosismo ni gritos. Jamás nos gritó a nadie en ningún trabajo, aunque nos equivocáramos. Pero además, siempre había pausas. Era entonces sentarse en un borde, debajo de un sauce, molle o durazno y mientras él se fumaba un cigarrillo, conversábamos de algo o nos quedábamos en silencio observando lo que habíamos hecho, descansando. Había tareas por definición tranquilas en su actividad. Regar por ejemplo. Muchas veces la toma la hacíamos nosotros bajo su mirada y ya más grandes, nos lo encargaba y él esperaba “más abajo”. En ocasiones hacer la toma podía implicar sumergirse en el agua... y ya se sabe lo que mi tío pensaba de bañarse y derivados. Luego lampa en mano, a cuidar que el agua corra por todos los surcos, limpiarlos de obstáculos, reforzar la tierra en las plantas que podían derrumbarse y así. Muchas veces el riego era combinado con otras tareas.
Había momentos en que el trabajo era un premio, una aventura, algo insuperable. En estos casos, se abordaba una tarea que requería la participación de todos. Por ejemplo, limpiar de troncos, palos y hojas secas un sector del gran patio delantero que abarcaba hasta detrás de la Falca, como ocurrió una vez debajo de la higuera que crecía a la vera de la acequia principal, o cortar un árbol muy grande, que se había convertido en un obstáculo o peligro. La tarea empezaba en los días previos con las discusiones sobre como hacerlo y luego se concretaba por lo general estando todos, tíos con mi tío Baldomero a la cabeza –otro verdadero líder y caudillo – Baldomero Vigil si estaba, Federico, Edilberto, Miguel, Agenor y nosotros que podíamos ser los cuatro de siempre. Había aprestos previos de reatas y sogas o cabuyas, como también se les llamaba, más hachas, serruchos, machetes. Trepaban por lo general mi tío Edilberto o Miguel y abajo dirigía Baldomero y Federico. Cuando se trataba de tirar con una cuerda lo hacíamos todos y caídas las ramas, había que trozarlas con hacha y machete. El desbroce final lo hacíamos también nosotros, machete en mano, así como el llevar las ramas a su destino. Esa era una aventura. Recuerdo por ejemplo la vez que cortamos un pacae en la esquina de La Valle y el camino, al lado del puente que daba a la casa de mi tío Baldomero. Era un árbol hermoso y alto, pero que invadía la acequia y tenía ramas muy frondosas. Lo disfrutamos en grande y comimos pacaes hasta hartarnos.
Podía implicar levantarse muy temprano de madrugada para evitar el sol del verano. A veces eran tareas sólo familiares, hombres y mujeres. Era así siempre cuando un día de fines de febrero o principios de marzo, llevábamos el maíz en choclo ya seco de la landa a las tinajas donde estarían para ser consumido a lo largo del año. Esto empezaba en los días previos con la limpieza de las tinajas, tarea nuestra. Luego la selección de los choclos, a los que sacábamos los granos en mal estado, grano que se guardaba para aves y chanchos. Después, el traslado de las canastas llenas hasta las tinajas, también tarea nuestra. Mi abuelita se encargaba de poner en cada tinaja un frasquito de anti polilla y luego mi tío Agenor y nosotros poníamos las tapas y cubríamos de barro las aberturas: el agujero central de la tapa, llevaba un tapón de matara doblada y el barro era una mezcla de tierra y ceniza. Recuerdo que hacerlo era toparse con una masa áspera que a veces nos hacía arder las manos. Sin embargo, lo que en verdad hacía estas madrugadas o estas tareas inigualables, era el clima de trabajo, el buen humor con que nos disponíamos, la entrega a la tarea, la presencia de todas mis tías y mi abuelita, el desayuno en el lugar del trabajo y el ver la obra terminada en una sola vez.
Mi tío Agenor no tenía que ver con recoger la fruta caída en el piso, sobretodo higos. Ese era un trabajo para nuestras primas, algunas veces mi tía Eduviges y Percy, quizá Raúl y yo. Pepe y Jesús estaban con mi tío Agenor, cortando carricillo o en todo caso, ocupándose del forraje de los animales mayores y pocas veces se sumaban a esta tarea. No cabe duda que Percy y yo queríamos estar con mi tío Agenor y juntar higos o duraznos caídos no nos hacía gracia, pero había que hacerlo todas las tardes, a partir de febrero. La fruta así recolectada era llevada a veces a la landa, pero el lugar de preferencia para el secado era el techo de la cocina. Esa era la reserva para el invierno. Allí irían más adelante los racimos de uva seleccionados para convertirse en pasas y los duraznos que devendrían orejones.
Una gran obra familiar y colectiva, fue la reconstrucción de la casa, si mal no recuerdo en el verano de 1961, un año después del último terremoto. La casa estaba ya hundida en partes de lo que se llamaba la dormida y del comedor. La gran viga maestra y los horcones que la sostenían estaban tan bajos que uno se topaba con ellos. También el entablillado de la sala y los dormitorios estaban en mal estado. Los terremotos de 1958 y 1960 agravaron la situación y hubo que encarar la reconstrucción. Puedo deducir que mis tíos y mi abuelito planearon esta obra. Recuerdo la cantidad de material acumulado, en lo básico, varas, carrizo y fibra –maguey, plátano y matara- para sujetar la caña. Los cambios estuvieron, según creo, en que el cuarto de mi tío Edilberto salió de la casa. Él pasó vivir en otro, construido al lado del de mi tío Agenor. No fue posible volver a poner tablas en los pisos y se optó por cemento para la sala y me parece recordar, ventanas de hierro para sala y dormitorios. También se hizo un dormitorio individual para mis abuelitos, que en los hechos ocupó sólo mi abuelito. Mi abuelita siguió ocupando la gran cama de hierro matrimonial, ahora en el dormitorio más grande, junto a mis tías. El resto de ventanas permaneció tal cual, con los clásicos enrejados de caña, sin vidrios. Trabajamos todos. Mis abuelitos ocuparon el cuarto de mi tío Agenor. Yo no recuerdo donde dormíamos el resto. Quizá dentro de la casa en construcción, dado el clima tan benigno del valle. Fue una tarea hermosa, que disfruté de arriba a abajo. Me recuerdo alcanzando carrizo para las paredes y haciendo algo de quincha. Luego, colocando al unísono de nuestros tíos, en fila, uno tras otro, los carrizos de los techos. Recuerdo que mi tío Edilberto renegaba de vez en cuando por cómo iban las cosas, criticaba los amarres del techo, pero eso no alteraba el buen clima de trabajo ni su participación. Cuando eso estaba en camino, mi tío Federico se puso al frente de la reconstrucción de la cocina; era diestro y rápido y hacía la quincha de las paredes con pulcritud y aplomo. Luego había que cubrirlo todo con barro para completar paredes y hacer la torta del mismo material en el techo, esta última mezclada con paja. Todo fue pintado de blanco. Fue una gran alegría terminarlo, pero no recuerdo brindis o celebraciones. Quizá todo eso quedó reservado para el 24 de febrero, la gran fiesta del año en casa, cumpleaños de mi abuelito. Pero sí que en una las varas, la que da al comedor, viniendo de la dormida, varios de nosotros pusieron sus iniciales. Yo no quise hacerlo. La casa estaba otra vez, flamante, linda y acogedora como siempre
Pero la tarea colectiva por excelencia en la casa, era la vendimia. Cosecha última, que señalaba el final del periodo de exhuberancia que se iniciaba con la primavera. Era la señal de que los árboles no tenían ya la fruta al alcance de la mano, que las hojas empezaban a cambiar de color y caer, que las fragancias de las higueras, duraznos, manzanos y vides, de los perales, guayabos irían desapareciendo o cambiando. Tenía entonces algo de alegría y de nostalgia, algo de encuentro colectivo y de despedida, era el fin del ciclo que se había iniciado en la primavera, el cierre del año y la cita para el próximo. Sabíamos que algo había concluido y que sólo un año después volveríamos a encontrarnos para hacer lo mismo. Era otra vez la familia, pero ahora junto a los peones. Se iniciaba en los días previos limpiando el lagar, para luego llevar los viejos, gruesos e invalorables tablones de madera de guarango que sostendrían las piedras puestas encima para terminar de escurrir el orujo. La Vendimia tenía algo de vieja época, de historia y tradición de los Herrera. Implicaba poner en funciones el lagar, acondicionar las bodegas, ambas tan especiales. La casa estaba llena de microespacios, todos con una personalidad propia. La bodega vieja había sido destruida por un antiguo terremoto, pero seguía poblada de tinajas y quedaban gruesos horcones y algunas varas añejas, además de los restos de paredes de adobe anchas y sólidas, defendidas por bellos y añosos huarangos. Al pie de una de esas paredes y justo a la sombra de un huarango, estaban apilados los restos del trapiche que recuerdo haber visto aún en funciones moliendo caña. Entre esos restos estaba uno de los tambores de molienda que mi tío Baldomero levantó para ganar una apuesta y también una hernia, por la que fue a operarse tiempo después al Hospital Goyeneche de Arequipa. Saliendo de ella estaba la falca, de la que quedaba el fogón, parte del depósito y más abajo, del serpentín. Era un lugar de sol y de tránsito. La Bodega nueva, más pequeña, por igual llena de tinajas era más sombría, siempre fresca y apacible, con rincones obscuros a pesar de su enorme puerta. También había tinajas en la despensa, detrás de la cocina, más pequeñas, más lindas y en el canchón. Limpiarlas, era tarea de nosotros, siempre bajo la dirección de mi tío Agenor.
Como siempre el trabajo empezaba temprano. Se cosechaba la uva de La Pampa, Molles, la Pampa Espinosa , algo de La Valle y la Viña y más de San Antonio. Era sacar la uva y traerla al lagar en canastas y amontonarla toda junta. Una parte pequeña era derivada para secarla y hacer pasas. Concluida la recolección empezaba de inmediato la pisa. Allí entrábamos también nosotros a voluntad. Por supuesto había pausas para la comida, abundante y varias veces por día y en cuanto el mosto empezaba a fluir, era llevado a las tinajas, sea en poros, latas o baldes. Dos o pocas más de esas latas iban a la cocina para que mi abuelita y mis tías hicieran miel de uva, que se guardaría para el resto del año y con la cual se elaboraba por ejemplo, la deliciosa mazamorra. Y así toda la tarde hasta la noche, que era cuando por lo general se terminaba con la tarea. Entonces a la luz de lámparas y velas se armaba el “pan” de orujo, se ponían tablones y piedras para terminar de escurrirlo. Los remanentes de mosto, se vaciaban a las tinajas al día siguiente. Pero antes, esa misma noche, en todas las tinajas se añadía algo de orujo para ayudar en la fermentación. Todo el proceso posterior era seguido con atención por mis abuelito Raúl, mis tíos Baldomero, Federico y Edilberto y mi papá sí estaba. Cuando el vino estaba elaborado, sólo probarlo implicaba beber una buena cantidad. Se probaba entonces y se festejaba. Una larga caña hueca, permitía probar el vino de distintas profundidades de una tinaja. Luego había que llevarlo a las tinajas de estacionado para el año, tarea que dirigía mi tío Agenor y a la cual contribuíamos nosotros, que también probábamos el vino nuevo y que siempre nos pareció delicioso. De igual manera, cerrar las tinajas era tarea nuestra. Tapa circular, funda de matara alrededor, sobretodo en el punto de coincidencia de tapa y boca de la tinaja y barro. Como en el caso del maíz, el agujero central quedaba cerrado con matara y cubierto con barro mezcla de tierra y ceniza. Y así despedíamos en año y el verano. El 19 de marzo, aniversario de casamiento de nuestros abuelitos y última gran entrada del río, señalaba que las vacaciones había concluido. Había que volver a la ciudad y al colegio.
Mi tío Agenor creaba a su alrededor un clima de afecto, de confianza. Los lugares donde él estaba, eran lugares de acogida. Donde él estaba nadie pasaba de largo. O quizá mejor: las personas venían a donde él estaba, a sus lugares. Y él era un creador de espacios. Ya mencioné su cuarto. Allí podían venir a charlar por las tardes cuando él trabajaba haciendo cadenas, sentado frente al tronco y los dos hierros que establecían el tamaño del eslabón, cualquiera de mis tíos. Por las noches era seguro que pasaban por allí mis tíos Edilberto, Baldomero Vigil y Federico cuando estaban y Baldomero Herrera y Miguel. Se podía charlar, contar anécdotas, fumar unos cuantos cigarrillos, reírse un poco, planificar el trabajo del día siguiente. Era su cuarto y no otro.
Le conocí dos “talleres” de carpintería. Uno en la bodega vieja, dos caballetes sobre los cuales ponía uno o dos de esos gruesos tablones multiuso. Allí serruchaba troncos que sostenía con una prensa que le obsequió mi papá, para obtener tablas, o armaba las sillas, hacía el encolado y tejido de la matara. Nos fuimos de la bodega vieja una vez que levantando uno de esos tablones, se nos escapó. Creo que ambos lo sosteníamos. Tratábamos de moverlo de un lugar a otro. El tablón cayó sobre una tinaja y la rajó. Lo único que dijo mi tío fue “¡carajo!”. Pero mudamos el taller a debajo de los pacaes, al inicio de la viña y casi a la altura del pacae que llamábamos “maricón”, quizá porque los frutos eran más pequeños que los otros y de cáscara más fina. Allí estaban los caballetes y los tablones. Allí armaba su pequeño fogón para preparar la cola y allí llevaba sus herramientas, martillos, prensa, cepillos, el famoso “torito” entre ellos y el taladro manual. Y allí íbamos todos, sobrinos y tíos, porque ese lugar se convertía en un lugar social y nosotros nos disputábamos por hacer cualquier cosa que él nos pidiera. Y era el centro. Allí cigarro en mano o sostenido en la boca, con los ojos entrecerrados mientras trabajaba, de cuando en cuando hacía bromas, pedía algo, saludaba a alguien ficticio y nos hacía volver la cabeza a todos y ante todo, desplegaba su talento y fuerza para hacer aquello que se había propuesto. Eran mañanas o tardes, a la sombra de los árboles y arrullados por el sonido de las ramas y hojas en movimiento, con el transfondo de los ruidos de borregos, burros, vacas y caballos. Con el olor a tierra fresca, chala seca, guano y la fragancia de los árboles verdes, llenos de fruta. Si era de mañana en algún momento pedía que alguien trajera uvas, que le deleitaban. Uno de nosotros iba. Y había que lavarlas en la acequia. Él comía así las uvas, mientras que el resto de la fruta la comíamos del árbol o del piso, con una breve limpieza en el pantalón o camisa o con la mano. Como siempre, comía las uvas con rapidez. Luego nosotros podíamos ir a bañarnos, a la acequia o al manantial. Nunca solos al río porque era peligroso. Si era de tarde, el viento agregaba otro elemento de comodidad. Era frescura, el ruido cantarino de ese viento en ramas y hojas y el movimiento, que parecía convocar a los árboles a una danza interminable, tan pronto intensa como sosegada. Por lo general el trabajo concluía cuando nos llamaban para tomar el café de la tarde pues a continuación, nos dispersábamos con el fin buscar la “faina” para los animales y recoger la fruta caída desde los árboles frutales.
Con el paso de los años me fui quedando sólo con mi tío Agenor. La razón principal era en lo principal cronológica y desde luego, los lugares de residencia y los compromisos de cada cual. Yo era el menor del grupo de sobrinos. Jesús debió preparar su examen de ingreso a medicina en el verano de 1961 y en ese año se decidió a buscar una beca para viajar a Brasil. Lo consiguió y allí fue en 1962. Pepe y Percy vivían en Majes, en Aplao y por supuesto se quedaban en su casa. En 1963 yo no ingresé a la Universidad y me fui a cerrar heridas a Majes. Recuerdo que sólo una vez él me preguntó por qué no había ingresado. Yo estaba tan dolido y avergonzado que no quise entrar en los detalles y razones de una historia en verdad trágico – cómica, que me dejó fuera de la Universidad, al margen de mi rendimiento. Le dije simplemente "por burro” y él me dijo, "sí pues". Nada más. Más adelante y cada vez que tuvo ocasión, reiteró que yo era una persona muy inteligente.
Cuando estaba en Majes yo a veces salía de la casa de "Los Puros". Me iba a Uraca o a Aplao a la casa de mis tíos Elena y Enrique, donde siempre me recibieron como si fuera mi casa. Mi tía Elena era la mayor de todas las hijas e hijos de mis abuelitos. Era una mujer alta, delgada, tenía también la mirada triste, pero la sonrisa le transformaba la cara y entonces sus ojos se hacían expresivos, llenos de vida. Era una mujer enérgica, que luchó siempre por sostener a su familia, aunque creo que vivió momentos de mucho sufrimiento, sobretodo por lo económico y por una mala salud que a veces se hacía crítica. Mi tío Enrique, fue siempre generoso conmigo, me valoraba mucho y siempre me hizo sentir su cariño.
Podía irme también con mi papá cuando él trabajaba en Corire y menos, a Arequipa. Él aceptaba que yo fuera a Arequipa, pero le dolía. Y se enojaba cuando dentro de Majes iba a otro lado. Cuando en esos casos volvía al momento de saludarnos, él me podía decir algo así como "te escapaste de tal cosa". Era una crítica en regla porque para mi tío Agenor el trabajo era uno de los máximos valores. Sufría cuando yo me iba -y creo que esto es válido para todos sus sobrinos- o cuando volvía por pocos días. Recuerdo así un viaje corto que hice a Majes desde Arequipa con mi papá. Cuando llegamos a la tarde casi noche, él no estaba en la casa. Pregunté a mis tías dónde encontrarlo. Me fui a buscarlo a la huerta en un lugar donde había unas pocas plantas de caña. Estaba en cuclillas, posición clásica en él, cortando forraje. Lo saludé con el cariño de siempre y de inmediato me preguntó, “¿hasta cuando te quedas?”. Yo me iba a lo más al día siguiente. Pude ver la decepción en su rostro.
Pero esos años y los meses de 1963 fueron hermosos. Majes como dije era para nosotros un mundo de ensueño. Era la tierra de la abundancia y del "trabajo como un juego". No recuerdo haber pasado hambre o frío ni haber estado incómodo, sea en verano o invierno. Al contrario, la comida era súper abundante. Cuando el desayuno era sólo una taza de café con leche, la fruta complementaba de inmediato la ausencia de pan. A media mañana un delicioso "guardacho" llegaba fiel para paliar el hambre hasta la hora del almuerzo. Trabajábamos mucho, jugábamos mucho y ese despliegue significaba un gran desgaste de energía. Por eso la alimentación tan abundante. En verano ya está dicho el campo estaba en el apogeo de su producción y no teníamos restricción para tomar y comer nada. Pero toda la familia y mi tío Agenor nos trasmitían un sentido de la sobriedad: "Toma lo que necesitas", "no desperdicies". Lo que nosotros por alguna razón no comíamos, servía de alimento a los animales. La familia era una unidad relacional afectiva y económica. Se trabajaba para producir lo que se necesitaba para vivir y nada faltaba. Se vendía de todo de entre lo que se producía y ese dinero servía para comprar lo que hacía falta, lo que no se producía en casa, para gastos de familia y ahorro. Pero el dinero circulaba poco. De lo producido, una parte muy importante servía de reserva para el invierno: maíz, para consumo de la familia y alimento de patos, gallinas y chanchos cuando se cebaba a alguno. Así se obtenía manteca que alternaba con el aceite en las necesidades de la cocina, rellenas deliciosas para más adelante; papas que se guardaban entre arena, que hacía las veces de frigorífico; fruta seca, que también se vendía; vino para la venta y consumo y todo lo que pudiera guardar como charqui o camarones asados cuando abundaban. Había disponibilidad pero no desperdicio. En realidad nada se desperdiciaba pues todo lo que consumíamos nosotros iba como alimento o forraje de los animales, muchos de los cuales a su vez proveían de alimento o insumos como lana y cueros, a la casa. Había entonces una ética de la vida, trasmitida de manera cotidiana. Un alto sentido de la responsabilidad, de la previsión, una honestidad básica en cuanto lo que se disponía nacía del esfuerzo y del trabajo. Majes fue para nosotros una gran escuela que nos insertó en un mundo cultural lleno de valores, pero nuestro gran maestro fue mi Tío Agenor. No es que mis otros tíos no estuvieran presentes. Lo estaban y en verdad, eran referentes y en su estilo, cada uno aportaba algo propio y original.
No cabía duda del liderazgo de mi tío Baldomero, personalidad compleja y rica. Hombre de carácter, impulsivo a veces, de gran talento, superó viejas crisis y volvió a despegar a partir de los cincuenta años. Él unía temperamento, humor, enorme capacidad de trabajo, don de gentes, valor a toda prueba, irreverencia, hacía bromas a todo el mundo, se burlaba de sus características o rasgos y hacía reír a todos. Así lo hacía por ejemplo con Dn. Pastor Benavente, mayordomo de la Hacienda Ratti. Lo recuerdo de muchas maneras y en muchos momentos: hablando con mi abuelito sobre cuando sembrar o cuando cosechar, pescando camarones, vaciando izangas, echando la atarraya, hachando árboles, sentado, fumando tranquilo y conversando, sea a la sombra de un árbol o en el cuarto de mi tío Agenor, dirigiendo tareas en la hacienda, gran señor en sus terrenos de Chirinos, impasible en peleas de gallos donde competían los suyos, apurado en Arequipa, con su taxi contratado para todo el día, generoso recibiéndonos en su casa, ameno y jocoso, invitándonos el delicioso pisco que hacía en su falca, o regándolo encima de nuestros autos cuando estaban nuevos, para bautizarlos o haciéndolo beber a nuestras mujeres diciendo que era “pisco mellicero”. Dije que él despegó otra vez a partir de los cincuenta. Mi mamá lo recuerda como hombre de logros laborales y económicos en su juventud. Luego viene una larga crisis, de la que no sale con su casamiento. Vive a veces con estrechez, hasta que se decide a alquilar unos terrenos en El Monte, que estaban abandonados y pertenecían a la familia Chirinos. La hacienda de llamó Chirinos. En esencia, mi tío construyó una hacienda y en el trabajo, salió de la crisis y desplegó toda su capacidad y talento. Creo que allí demostró su valía. Recogió la posta de mi abuelito y empezó a elaborar vino y pisco. Volvió la bonanza y restableció su lugar y nombre en la comunidad de la zona. Esto bastaría para recordarlo, pero mi tío era también un personaje. Por ello, quizá mi mayor recuerdo de él, data del 13 de enero de 1960, día del terremoto. Esa mañana nosotros fuimos a bañarnos como siempre. Recuerdo a Pepe y Raúl, además de Jesús y yo. No sé si estaba Percy. En San Antonio, estaba mi tía Graciela ordeñando una vaca de mi tío Miguel. Mis tíos Baldomero, Federico, Edilberto y quizá Miguel, terminaban de cosechar una parcela, supongo que de papas y disfrutaban de unos vinos. Los saludamos nos detuvimos un momento y seguimos de largo. Estábamos en el manantial, cuando hacia las 11.15 Hrs. empezó el terremoto. Fue impresionante el movimiento y el ruido ensordecedor de las piedras que caían de los cerros. Raúl estaba del otro lado del manantial, de por lo menos de tres metros de ancho. Alguien más estaba con él. De un salto estuvieron con nosotros y tomando la ropa como pudimos, emprendimos veloz carrera hacia la casa. No sentimos nada al correr sobre las piedras, aunque estábamos descalzos. Al llegar a donde habían estado mis tíos, sólo quedaba mi tío Baldomero. Estaba parado al pie de un durazno, gritando a sus hermanos que eran una “maricones” al asustarse por tan poca cosa. Mis otros tíos estaban en efecto escalonados por el camino según su propia velocidad. Corríamos detrás de ellos hacia la casa. Alcanzamos a mi tía Graciela, con el balde de leche a cuestas, que nos decía “sus abuelitos, sus abuelitos”. Más adelante estaban mis tíos Federico, Edilberto y Miguel. Seguimos raudos y cuando llegamos a la casa, mi abuelito estaba de pie, ante el palo que coronaba uno de los extremos de los troncos del patio de adelante. Mi tío Agenor lo había auxiliado. Mi tío Federico vio que todo estaba bien y siguió al mismo paso hasta su casa en la Hacienda Real , casa preciosa y nueva, que resultó destruida en forma parcial. Según relató más adelante mi tío Baldomero, cuando se quedó solo, quiso tomar su vino y no pudo, empezó a perder el equilibrio y casi cae al piso. Se tomó entonces de una rama del durazno, pero la fuerza del movimiento lo empezó a zarandear, y de pronto hacía pie, para luego quedar suspendido en el aire. En ese momento vio además que el frente de su casa se venía abajo. Entonces dijo, “¡carajo! ¡qué hago acá!”, dejó todo y arrancó a su máxima velocidad hacia “afuera”. No sé si estaba asustado, pero sin duda su impresión era enorme.
Más tarde todos nos reunimos en la casa de mis abuelitos. Gracias a Dios, nadie estaba malherido. La preocupación era mi tía Carmencita que había ido a caballo, a hacer compras a Aplao. Después de un almuerzo triste, cuando yo que estaba muy asustado, dirigía junto a mi abuelita las oraciones para pedir gracia a Dios, mi tío Baldomero apareció otra vez, con un frasco de suero vacío, que contenía en su interior una imagen del Señor de los Milagros. Lo sostenía en sus manos, pero acabó por colgarlo de una rama en el moro. Mientras nosotros rezábamos, él le hablaba a Dios entre copas y le decía que por qué hacía esas cosas, que él tenía la culpa de lo sucedido, que no podía ser que hiciera esto y le hacía bromas y formulaba demandas para que arregle todo lo destruido, le preguntaba cómo y cuando lo iba a hacer y muchas cosas más que no recuerdo. Todos oscilábamos entre la risa y la solemnidad. Visto a la distancia, creo que su idea de religión era superior a la mía. Si yo pedía gracia a Dios, era porque pensaba que era responsable de lo sucedido. Él no creía eso y lo demostraba llevando al absurdo ese razonamiento. La naturaleza es autónoma, ese era su mensaje. Esta escena memorable e impagable, una entre muchas de sus representaciones de humor, eran parte de su personalidad rica y compleja, y se integraban con armonía en una persona que era un auténtico realizador, en alguien capaz de concitar voluntades y dirigirlos a un fin.
Estaba casado con Rosa Del Carpio. Mujer empeñosa, trabajadora, formó una pareja estable, crió cuatro hijos, sostuvo a mi tío Baldomero en las buenas y en las malas, lo impulsó en su despliegue. Pero al igual que mi tía Olinda, contemplaba a su marido con ternura y condescendencia cuando este se convertía en un niño grande y emprendía sus locuras o hacía despliegue de su enorme histrionismo.
Mi tío Federico vivía más lejos, en La Hacienda Real , o "afuera" como simplificábamos nosotros, pero era una presencia constante en casa, algunas veces por trabajo. No cabe duda que venía a ver a sus padres y a sus hermanos y era parte de la casa. Muchas veces me pareció conmovedor verlo con mi tío Baldomero, hablando muy juntos, casi en voz baja, expresando así el cariño que siempre se tuvieron. Alto, longilíneo, erguido, flaco y de pelo blanco desde joven, era un hombre sereno, expresivo, en ese sentido parecido a mi tío Agenor, de rostro agradable y bondadoso. En todos los momentos importantes de la casa, estaba él y por supuesto era de los primeros y de los más diestros en el trabajo. Su carácter llevaba el sello de quien tenía un padre tan dominante como mi abuelito y un hermano mayor de la potencia y energía de mi tío Baldomero. Tenía un humor distinto al de mi tío Baldomero, más fino, elaborado y punzante. Los Valdez tenemos anécdotas imperdibles de algunos de sus diálogos con mi papá, otro hombre de opiniones terminantes y otro gran afecto de mi tío. En una ocasión mi papá fue a visitarlo a su casa y por supuesto que mi tío Federico sacó una botella de vino para homenajearlo. Cuando estuvo servido el vino, mi papá hombre pulcro que admiraba el color y la transparencia del vino en el contraluz, miró el vaso y le dijo a mi tío, en tono de reprobación, “¡Federico! éste vino está turbio”. Mi tío lo miró con su rostro afable y lleno de picardía y le dijo: “¡bah! en la panza se asienta todo”. Y bueno,... “Salud”. Quizá mi papá pudo cantar victoria en otra célebre anécdota. Casados mi papá y mi mamá, tuvieron tres hijos en sus tres primeros años de matrimonio. Mi tío Federico, casado poco después, le recomendaba que vaya más despacio porque a ese paso se iba a llenar de hijos. Bien, él que empezó después, tuvo diez, contra seis de mi papá y mamá. Era más callado, más contemporizador. Era un observador, perspicaz, reflexivo y juicioso, mediador, poco dado al conflicto. Varias veces elegido teniente gobernador de su repartición, sus fallos eran respetados. Hacía también de sanitario y salvó más de una vida. El 24 de febrero, cumpleaños de mi abuelito, era segundo matarife después de mi tío Baldomero Vigil. Venía muy temprano a Los Puros. Mientras nosotros buscábamos hojas de higuera, él traía las hojas de plátano que se colocaban encima de la tarima de los mismos tablones de huarango, colocados esta vez en el patio interior, al lado de los tiestos del lavado. Sacrificaban primero al chancho. Ruidoso a lo más, no dejaba de gruñir desde que era sacado del corral y ni qué decir cuando era dispuesto al sacrificio. Consumado este, era bañado con agua hervida y a continuación, se limpiada la piel con las hojas de higuera. Luego venía el cuidadoso carneado en lonjas, la separación de las vísceras, sangre y tripas. Las primeras trozadas en pedazos regulares iban al perol de cobre para convertirse en chicharrones y manteca. Mi tío Federico en el centro de la cocina, con una lampa, escarbaba en el piso, en el lugar de siempre, el fogón, encendía el fuego y empezaba a hervir todo. Él mismo revolvía con una pértiga los trozos de carne y luego otros lo ayudaban, sea en el movimiento o en la separación de la manteca. Las tripas, servían para las “rellenas”, que consistía en efecto en rellenarlas con una masa de sangre, arroz, cebolla verde y ají hasta donde me acuerdo. Pero antes, ayudaba a sacrificar un cordero, que resignado y silencioso, asumía su destino. Cuando la televisión llegó a Majes, se compró un televisor que encendía debajo de una higuera porque era él único lugar posible donde recibir la señal. A veces venía a caballo y por lo general a pie, cortando camino y así iba y volvía, de día y de noche. Conocía esa ruta de memoria, pero en una ocasión no la pudo hacer. Fue él último de nosotros en ver con vida a mi tía Carmencita, pues a la puerta de su casa se detuvo el Dr. Benjamín Núñez cuando la llevaba a Arequipa, ya grave. Se quedó allí observando las luces del auto. Cuando vio que estas luces se detenían en la cuesta de Sunimarca y luego daban vuelta, supo que su hermana había fallecido. Esperó el regreso de todos y entonces en esa noche obscura, tomó el camino de siempre, pero se perdió, fue por otros lugares, lo persiguieron perros, sintió miedo como nunca, saltó zanjas que no recordaba, se asustó con los pájaros que él mismo espantaba hasta por fin llegar a casa. Fue un viaje de terror, que expresa la fuerza del impacto de un hecho tan terrible.
Estaba casado con Olinda Corrales, que creo fue para él un sostén invalorable. Mujer llena de fortaleza, alegre, de risa cantarina, bien dispuesta, trabajadora y criteriosa, sostuvo las mejores iniciativas de su familia. Apoyó y cuidó a su marido en todo, sostuvo a su familia, a sus hijos y les inculcó junto a mi tío, el sentido de la responsabilidad y del progreso, el amor al estudio y el sentido de la profesionalización.
Mi tío Edilberto era otro tipo. Queridísimo. Otro de los referentes para nosotros. Hablaba poco y se le entendía menos. Hombre de aventura, fue el que trascendió y buscó fuera de Majes para volver una y otra vez al viejo terruño. Obrero en Toquepala, ingeniero agrónomo en Lima, caminante entre copa y copa de los caminos del valle. Su caballo al que llamaba “súper ford” y que murió años después, corrido en exceso por alguien que lo robó en alguna noche, estaba habituado a que en cuanto él ponía el pié en el estribo, debía arrancar al galope. Y así era, de tal suerte que mi tío Edilberto lo terminaba de montar cuando el caballo ya estaba al galope, varios metros más adelante. Cuando hoy vemos a los jóvenes y no tan jóvenes con sus disk man a la cintura y micrófonos a los oídos, me parece verlo a él, que tomaba su victrola, discos y agujas, metía todo en una talega de harina que se colocaba al hombro, y enfilaba hacia Marán, Marancito o Mamas, de fiesta “hasta que las velas no ardan”. Volvía cuando se le había acabado el dinero y no había ya más nada que empeñar. Eximio cazador con una vieja escopeta de carga por la boca del cañón, rápido, impulsivo y práctico. Con esta escopeta de doble cañón, protagonizó una anécdota imperdible. Pasado de copas con un amigo, Palermo Rojas, vinieron a dormir a su cuarto. Mi tío le pidió a su amigo que apague la lámpara, pero Palermo que tenía miedo a la obscuridad no quiso hacerlo. Mi tío insistió varias veces, con idéntica negativa como respuesta. Entonces tomó su escopeta que siempre estaba a la cabecera de su cama, apoyada en el piso y con la carga completa. Apuntó a la lámpara y la apagó de un disparo. Nos levantamos todos y vimos que Palermo corría despavorido hacia su casa. Mi abuelito fue informado de lo que sucedió y no dijo nada esa noche, pero la reprimenda al día siguiente fue histórica. Firme en las tareas colectivas de la casa, noble y generoso, desprendido era sin embargo con sus pocas palabras y con sus ausencias, uno de los afectos entrañables de la familia. Fue él quien tomó el relevo a mi tío Federico en una madrugada y acompañó a su padre mi abuelito Raúl, en los instantes postreros de su vida. Recibió y escuchó por ello sus últimas palabras, que fueron un mandato, un pedido y una muestra de amor: “cuida a tu madre”. Luego la vida de mi abuelito se apagó plácida y serena, bajo la mirada amorosa del hijo a quien quizá más quiso.
Mi tío Miguel era más casero, volcado al trabajo, muy apegado a mi abuelita, pero de manera distinta a mi tío Agenor. Mi tío Miguel era sencillo y sobrio. Me enseñó muchas cosas de trabajo, por ejemplo, uncir una yunta y trabajar con ella, manejando el apero y el rastrillo. Pero yo podía notar que eso no le gustaba a mi tío Agenor.
Siempre presente en las referencias estaba mi Tío Antonio, religioso de las Escuelas Cristianas de La Salle. Yo solía observar a mi abuelita cuando le escribía, algo que nunca dejó de hacer. Su presencia se fue haciendo más cercana a medida que las normas de la congregación se flexibilizaban. Mantenía el sello de los Herrera, pero sin duda era el que más lejos había llegado en estudio y la formación académica. Fue pionero en varios sentidos: profesión, conocimiento de lugares, formación cultural, o detalles más simples, como viajar en avión por caso. Era tradición en Arequipa ir al aeropuerto a despedirlo. Hombre generoso, protector, educador en esencia, cercano a todos, pero atento a las necesidades de sus hermanos y sobrinos, me llevó por ejemplo a la Escuela Manuel Muñoz Nájar, que era sostenida por los hermanos de La Salle. Muy cercano a su madre y querido y respetado de manera unánime por todos nosotros. Su presencia en Majes se fue haciendo habitual de a pocos. Coincidimos a veces, pero fue interlocutor y compañero frecuente en visitas al valle, visitante ilustre en nuestras casas y copartícipe en escenas imborrables con mis tíos. Con él estuvimos en lo que fue nuestro último encuentro con mi tío Agenor.
Poco compartimos en Majes con mi tío Luis. Lo recuerdo más de Limatambo, donde recaló en nuestra casa buscando trabajo. Lo consiguió. Se hizo uno de los habitúes del pueblo y lo vi actuar en representaciones teatrales me parece que haciendo de médico, en las fiestas locales. Se casó en Calca y se quedó en Cusco. En Majes nos encontramos casi siempre en los tiempos cercanos al cumpleaños de mi abuelito Raúl.
Mis tías eran nuestras hadas protectoras. Mi tía Graciela, mano derecha de mi abuelita en la casa, sobria y silenciosa. Era la encargada de la cocina y de todo lo que contenía y estaba al mando de quienes trabajaban allí. También podía salir a ordeñar la vaca, buscar leña o los alimentos del día. Por ello nosotros le dábamos una mano trayendo muchas veces cargas de sarmientos o leña, que habían cortado mis tíos. También deshojábamos choclos frescos que ella desgranaba para el mote. Cuando éramos más chicos era incansable pelando duraznos que cortaba sobre el carozo o haciendo lo propio con la caña de azúcar, que nos daba también trozada. Por lo tanto a ella acudíamos cuando necesitábamos algo o teníamos una herida o una espina en pies o manos y ella nos cuidaba. Por supuesto que también podíamos verla zurciendo y remendando ropa o sentada por las noches discreta, tomando un café. Y el gran secreto era que fumaba... a escondidas Pocos modelos de fidelidad a su madre he podido encontrar, mayores que de los de mi tía Graciela y así permaneció hasta la muerte de mi abuelita.
Mi tía Eduviges estaba allí, cerca. Más libre y peleadora, colaboraba en las cosas de la casa, pero era también de las que salía a Aplao para hacer los encargos. Joven y lozana, atractiva, tenía sus historias de amor y pretendientes, pero no concretó ninguna de sus posibilidades hasta más adelante. Siempre conversaba con nosotros y a veces se enojaba si le hacíamos muchas bromas, sobretodo en los carnavales.
Mi tía Carmencita era nuestra heroína. Joven, bella. dinámica, inteligente, rápida, ejecutiva, líder, trabajadora como la que más. Ella era la cara visible de la familia hacia fuera. Como dije el día del terremoto, estaba en Aplao, haciendo encargos y compras. Estaba a caballo. Por las réplicas, es obvio que el camino no era seguro pues tenía zonas cercanas a los cerros de donde se desprendían piedras. Pero no quiso quedarse y llegó sola, pasado el medio día. Sólo lloró cuando llegó a casa. Era un apoyo en todo. La recuerdo tendiendo nuestras camas, viniendo a abrigarnos las pocas veces que llovía en Majes y en sus romances, que fueron nuestra fuente de inspiración. No entendíamos porque no se casó con un hombre joven. Más adelante lo hizo con un hombre grande, mi tío Ventura, tuvo dos hijas y murió en la plenitud de su vida, ella la menor de las hijas mujeres. Nunca dejó de venir a casa y su muerte fue la primera de un trágico ciclo que cerró seis años después, el otro menor, esto es mi tío Agenor. Fue un dolor profundo, pero para mi familia nuclear, los Valdez Herrera, hubo un enorme consuelo, pues ganamos en Carmencita una hermana queridísima.
En el verano volvían a casa mis tías Fidela y Sarita. Eran animadoras en la vida de la casa, que se llenaba con su presencia. Se adosaban con la misma naturalidad que nosotros a las tareas y quehaceres, a los juegos y trabajos, y eran además, siempre proveedoras de atención y cariño. Podíamos verlas siempre juntas, sea recogiendo fruta, lavando la ropa en los tiestos del patio o cosiendo y conversando junto a mi abuelita. Creo que una de las notas de estas presencias, era la alegría, la colaboración y la buena disposición.
Bajo la palabra de mi abuelita, mi tío Agenor era el brazo ejecutor de la casa. Lo que mi tía Graciela era en casa, él lo era en la chacra. Y con él me fui quedando solo. Disfrutábamos de los días y ahora sí trabajábamos juntos en todo. Atrás había quedado la división entre los que iban con él a buscar forraje y los que íbamos a recoger fruta o cortar alfalfa a San Antonio. Yo levantaba ahora los cajones de fruta, aún los más pesados de uva o higo. Podía poner las caronas a los burros y sostener la carga con los lazos o reatas. A veces íbamos él caminado y yo con la carreta que él mismo había construido. En ocasiones lo animaba a que se suba a la carreta y lo llevaba por trechos. Otras veces íbamos en su caballo, pequeño y garboso, montados al pelo. Lo acompañaba en su taller, sostenía troncos mientras él los serruchaba. A veces se ponía en cuclillas sobre un solo pié y fumaba un cigarrillo. A veces hablábamos y a veces permanecíamos largos momentos en silencio, pero la compañía se sentía. En ocasiones él se iba a Aplao. Iba a cortarse el pelo y como siempre, a llevar correspondencia o hacer compras. Se cambiaba, calzaba su pequeño pié y partía a media mañana. El caballo reconocía la amo y partía con un paso armónico, elegante. Muchas veces se quedaba a almorzar donde mi tía Elena y volvía a media tarde. En ese caso, lo que era dar agua, cambiar a los animales, cortar forraje era tarea mía, pero la verdad, no era ningún sacrificio. Cuando él volvía, reiniciaba las tareas cotidianas. Creo que caminamos por todas partes. La Huerta, San Antonio, La Valle, La Pampa y la Pampa Espinosa , El Molle, que era tal vez el lugar menos frecuentado de la hacienda, lugar de cepas, de suelo agreste y poco trabajado, lugar especial, lleno de silencio y soledad, encerrado por la acequia regadora y las filas de sauces que la bordeaban; íbamos al río y al manantial, a Marancito y a El Monte. Regábamos, levantábamos las tomas, preparábamos el terreno, mientras yo veía una chacra que nunca había visto, en invierno, con la mayoría de los árboles deshojados y la tierra sin sembríos, ni fruta fresca.
Muchas imágenes tengo con mi tío Agenor, pero puedo mencionar cuatro en especial: la primera, una vez que vi a un peón entrar a la huerta y le dije, “Tío Agenor, (tal) ha entrado a la huerta, debe estar sacando fruta”. Él me miró y puso esa expresión tan suya de timidez, con el rostro algo coloreado y me dijo como si la huerta fuera mía y me pidiese permiso: “Gibito, él también tiene que comer”. Fue una lección de generosidad.
Otra fue un día en que no pudimos hacer algo. Creo que la única que puedo recordar, porque él nada dejaba inconcluso. Una piedra de regular tamaño había rodado desde el lugar donde estaba, cerca el cuarto de mi tío Miguel a La Valle. Mi abuelita le pidió que la sacáramos así que allí fuimos. Era una tarde. Dije que era regular y era además, redondeada, pero incómoda. Muy grande y pesada para que uno sólo la pudiera levantar. Difícil de amarrarla para tirar de ella. Muy chica y sin superficie adecuada para levantarla entre los dos y colocarla otra vez en su lugar original. Primero tratamos de empujarla hacia arriba por donde había rodado. Fue en vano, porque parados, en cuchillas o sobre nuestras rodillas, apenas la pendiente se inclinaba un poco más, el peso de la piedra nos vencía. Después intentamos amarrarla para que él tirara desde arriba y yo empujara desde abajo. Más de una vez intercambiamos de lugar. No pudimos. Fui entonces a buscar la carretilla de madera, tuvimos las mismas dificultades para subirla encima pero luego de varios intentos, cambiamos el procedimiento. Inclinamos la carretilla y apoyando con fuerza la piedra, al enderezarla, esta quedó arriba. La colocamos los más adelante posible para llevar hacia allí el punto de equilibrio. Era pesadísima y los brazos de la carretilla se combaron aunque no se partió. Yo podía levantarla pero al empezar a subir la cuesta, no podía avanzar ni mi tío tirar desde arriba. Fueron varias caídas y comienzos, hasta que desistimos. Creo que si hubiésemos tenido más paciencia, le hubiésemos encontrado la vuelta. Pero fue así. Ahí quedó la piedra. Luego no supe quien la movió. Puedo suponer que fueron mi tío Edilberto o Miguel.
Otro de mis recuerdos es la manera como mi tío construyó el canal de madera que hasta ahora lleva el agua de la Huerta a La Valle, pasando por el jardín de mi tía Graciela. Cuando estuvo en el valle de Tambo para el nacimiento de Jorge mi abuelita Victoria observó un sistema de canales para llevar agua sobre otras acequias más profundas. Consistía en un semicilindro de troncos más o menos finos, unidos que formaban un canal por el cual pasaba el agua. Cualquiera de nosotros puede recordar que de La Huerta a La Valle era siempre un problema llevar el agua por encima de la acequia grande de la casa. Por lo general había allí un canal de cilindros, que se oxidaban cada cierto tiempo y los parches terminaban en pérdidas de agua. Mi abuelita le decía siempre a mi tío Agenor lo que ella había observado, pero supongo que las urgencias de trabajo posponían su emprendimiento. Fue entonces en 1963 que él se decidió por la obra. Allí lo vi observar el terreno, pararse de un lado y otro, hacer cálculos y pensar. En Tambo la ventaja era que las acequias estaban hechas sobre el terreno y su relieve empalmaba con el canal. En La Huerta y después de la acequia grande, apenas había un surco poco profundo que traía el agua y la llevaba hacia La Valle. Mi tío midió el ancho de la zanja, cortó los troncos y con la azuela primero y luego con cepillo les dio forma cuadrangular. Luego fabricó clavos más largos con alambre grueso y formó así el fondo y las paredes laterales que unió de manera análoga. Luego la fuimos a colocar. La medida era adecuada. Lo más difícil fue formar la entrada y salida, por la dificultad señalada de poca profundidad en el surco de acceso y salida. Rellenamos el empalme con piedras y tierra e hicimos la entrada y la salida con chambas y listo: funcionó. Fue uno de los trabajos que más disfruté con él y allí pude observar su delicadeza cada que necesitaba algo: siempre me lo pedía cómo si fuera un favor enorme. Espero que él percibiera toda la satisfacción que yo tenía de estar con él.
La otra escena que tengo grabada es con mi tía Carmencita. Una hermosa tarde de septiembre, ya al borde de la primavera cuando clima, sembríos y árboles mostraban con exhuberancia la fuerza de la vida, mi tía Carmencita vino de visita, a encontrarse con su madre y hermanas como nunca dejó de hacerlo. Era una presencia grata. Estaba ya en él último mes de embarazo y lucía la belleza de su maternidad. Nosotros estábamos en el taller de los pacaes. La vimos llegar y entrar a la casa. A poco nos llamaron a tomar el café, que en esa época ya se servía siempre y por supuesto saludamos a mi tía Carmencita. Supongo que hablamos poco, mi tío Agenor y yo no éramos muy locuaces. Terminado nuestro café con leche volvimos al taller. Allí estábamos cuando al rato salió mi tía Carmencita, tomó el camino y por entre los árboles, detrás del corral de los burros, nos hizo con el brazo, una cariñosa señal de despedida que respondimos igual. Sería la postrera. No volvimos verla con vida.
Mi tía Carmencita murió en la noche del 24 de septiembre, cumpleaños de mi tío Edilberto. Mientras festejábamos ese día llegaban las noticias del parto y de que todo había ido bien. Era otra nena. Pero hacia el anochecer todo se fue haciendo más inquietante. Mi tía Carmencita estaba con hemorragia y el Dr. Benjamín Núñez no estaba con ella. Había ido por una urgencia a La Barranca, pensando que todo estaba ya resuelto. Más tarde supimos que llegó el médico. Luego una noticia más ominosa: partía con ella a Arequipa. Era casi media noche y yo me fui a dormir. Me desperté cuando sentí los pasos acelerados de mi tío Agenor. Entró bruscamente al cuarto y me abrazó diciendo “Gibito ha muerto, tu tía Carmencita ha muerto”. Estaba llorando y yo también lloré. Ya he relatado cómo mi tío Federico trajo la noticia. Luego él y mis tíos se fueron a El Monte. Yo no había querido ir pero luego decidí que sí. Creo que ensillé un caballo o burro, no me recuerdo bien. Era de madrugada y estaba muy obscuro. Cuando llegué estaban todos y me recibió mi tío Ventura. Estaba desolado, me tomó de la mano y me llevó a donde estaba mi tía Carmencita. Yacía cubierta por una frazada, encima de una mesa. Por cierto, fue una noche horrible. Volvimos todos juntos cuando aclaraba. El tema era ahora cómo decirles esta terrible noticia a mis abuelitos. Nadie quería entrar a su dormitorio. No tengo dudas de que ellos estaban al tanto de que algo grave había sucedido. Las noches en la casa eran silenciosas y esa noche, hubo demasiado ruido: caballos, pasos y voces de personas, puertas que se abrieron y cerraron, idas y vueltas. Fue por fin mi tío Alberto quien se decidió. Sentimos el llanto y las lamentaciones de mi abuelita. Mi tío salió demudado y se apoyó contra el lado derecho del marco de la puerta de la casa y allí permaneció solo, sin mirar a nadie casi como pidiendo disculpas por la tremenda noticia que había comunicado. Todos estábamos muy conmovidos. Por la tarde vino a casa el Dr. Benjamín Núñez. Renovó el dolor en los dos padres, que por cierto, él compartía.
Fueron días tremendos para estos dos viejos queridos. Por tercera vez en su vida, sufrían el dolor de la ruptura generacional y eran los padres los que enterraban a su hija. Trece años después de mi tío Raúl, ellos eran otra vez convocados a presidir un duelo que ningún padre quiere encarar. Y allí estuvieron rodeados por sus hijos, llenos de dolor, pero firmes. Y así, todos juntos, despedimos para siempre a mi tía Carmencita.
Creo que esto señaló el inicio del fin de una época feliz. Lo que vendría a continuación, fueron años duros, de prueba y de cambio. Mi tía Carmencita abrió un ciclo doloroso que a la manera de un cataclismo borró la casa tal como la conocimos. A su muerte siguió la de mi abuelito en 1965 y más adelante, en 1968, la de mi abuelita. Fue una muerte llena de simbología, pues ocurrió en la víspera de la fecha de cumpleaños de mi abuelito, el 23 de febrero, cuando ella acababa de concluir los preparativos para evocarlo.
Luego de esta muerte, creo que nadie esperaba un epílogo; pero lo hubo, y de los peores: en 1969, mi tío Agenor murió. De esta manera, en apenas seis años habían partido los dos más jóvenes y los dos mayores de la familia. Si la apertura de este ciclo fue terrible, el cierre fue durísimo.
Mi tío Agenor era un hombre receptivo, tranquilo, de risa frecuente, pero como todo Herrera, a veces era irascible. Estaba acostumbrado a hacer bien las cosas y a que le salgan bien y cuando eso no sucedía, se desconcertaba y entonces podía ponerse furioso. Podía pasarle con un animal o con una cosa. Aunque siempre trató bien a los animales e hizo bien las cosas, podía llenarse de rabia e imponerse por la fuerza o hacer las cosas con movimientos rápidos y nerviosos. Pero todo pasaba tan rápido como empezaba.
En todo el tiempo que compartimos se enojó dos veces conmigo. La primera, de chico, yo lo peleaba a Jesús no sé por qué y él entró a cuarto de mi tío Agenor. Yo lo seguí. Mi tío Agenor observó las cosas, me tomó por los brazos y me dijo algo así como “¡basta!” y me echó de su cuarto. Su palabra era ley y además, tenía razón. Pero como siempre, no pasó de allí. La segunda, creo que 1963. Yo estaba con mi tío Miguel en El Alto, arando. Él vino y ya se sabe que no le gustaba que trabajemos con otros tíos. En un momento al dar la vuelta a la yunta, pude golpearlo con el aguijón que yo tenía al hombro, aunque él esquivó el golpe. Pero vi que se iba caminado rápido. Poco después dejé mi tarea y fui a buscarlo. Le pregunté directo si se había enojado. Dijo, “qué te parece, si casi me golpeas”. Le pedí disculpas y asunto concluido
Era religioso. Podía invocar a “Jesús, María y José”. Se hacía la señal de la cruz de cuando en vez. Devoto de san Martín de Porras. Pero el santo que más mencionaba era “san putas”. San putas era una especie de referente, de máximo rival, alguien a quien había que superar y ganar. San putas hacía bien las cosas, pero ponía a prueba las ajenas y las podía echar a perder. Era un duende no malo, pero si molesto. Por lo tanto, había que hacer muy bien las tareas para que san putas no las malogre. Entonces cuando mi tío Agenor daba el último toque a algo, decía “esto no lo rompe o saca ni san putas” Esa era la señal de que lo hecho era inmejorable y desafiaba cualquier prueba.
Era muy valiente, pero asociado a la prudencia. Mi tío se asustaba y no sólo del agua o de las cosquillas. No estoy seguro si yo estaba en su cuarto esa noche, pero una vez un zorro atacó el gallinero de la casa. El ruido era fortísimo, pues se unían gallinas, gallos, perros y los gritos de mi tío Baldomero Vigil desde el cuarto de mi tío Edilberto: “¡zorro, zorro!”; mi tío Agenor se tapó la cabeza con las sábanas y no salió del cuarto hasta que comprendió lo que pasaba. Era así. Medía el peligro, tal vez como consecuencia de su discapacidad. Lo recuerdo corriendo sobre una pata, por ejemplo perseguido por un perro. Lo que no entendía y era ominoso, lo investigaba. La tarde del terremoto montó a su caballo y se fue solo a San Antonio a ver los animales, aunque era obvio que estaba impresionado. Por lo demás, fuera día o noche, con él caminamos por cualquier lugar, sin temor alguno.
Era apegado a los perros. Siempre que salíamos por algo, sea Marancito o cualquier tarea lejos de casa, los perros nos seguían. A través del tiempo, los nombres se repetían. Eran siempre “capitán”, “vulcano”, “negro”, “fido”, como antes “malanoche” y por supuesto “pibe” perro pequeño, blanco, de pelo ensortijado, que disfrutaba del privilegio de ir a caballo cuando él salía así. “Pibe” salía también con mi abuelito, pero cuando no estaba con él, recalaba con mi tío Agenor.
Sembró un huarango en el patio de adelante en la casa, detrás del los troncos en los que nos sentábamos por las noches de verano. No había caso de que creciera, pues toros, vacas, caballos, burros y hasta borregos se ensañaban con él, a pesar de que lo protegíamos con canastas viejas, carrizos o chambas. Parecía que nunca se lograría. Pero él permaneció empecinado, hasta que consiguió que creciera, años después, cuando todos sus sobrinos habíamos salido de Majes. Fue un premio a su constancia. Más adelante, cuando mi tío Agenor ya no estuvo, se convirtió en un símbolo para mí.
Por último llegó la hora de partir. Había concluido una etapa y él lo tenía muy claro. Pocos días después de lo de mi tía Carmencita, volvíamos de El Monte él, mi mamá y yo. Creo que yo venía montado en un burro. Mi tío Agenor le dijo a mi mamá: “me lo dejarás a Gibito todavía por un tiempo, ¿no?”. Visto a la distancia, las cosas no eran fáciles para mí. A principios de 1962, Jesús se había ido a Brasil. Un año después y quizá con ese hecho como telón de fondo, yo no había ingresado a la Universidad, traspié en verdad inesperado e inédito, pues siempre me había ido bien en lo académico y ahora, en el Majes donde iba a curar heridas, se abría otra, difícil de asimilar.
Me quedé unos días más y creo que a finales de octubre a lo más, me fui a Arequipa, acudí a mi cita. No tengo la más mínima memoria de que me hubiese planteado quedarme en Majes, iniciarme como agricultor y dejar los estudios. Todo en mi y en mi entorno se enfocaba hacia un estudio superior e ingresar a la Universidad era una tarea impostergable. No recuerdo la despedida de mi tío Agenor. Supongo que como todas, fue de pocas palabras, sobria, casi seca, pues el afecto estaba en juego y eso no se mostraba. Estudié y meses más tarde, en 1964, ingresé a la Universidad. La única novedad, fue que no insistí en Medicina. Me incliné esta vez primero por el Derecho y luego por la Psicología, mi elección definitiva. Ahora yo tenía otra hoja de ruta. El periodo de Majes había terminado y yo no volví más para quedarme. Lo que vino a continuación, fueron visitas breves, llenas de recuerdos pero ya no estancias prolongadas.
Desde 1963 en adelante, tuve varios encuentros con él, pero como está dicho, no fueron ya periodos largos. Lo veía en cumpleaños, visitas y reuniones. Era por supuesto gratísimo. Nos recordaba con verdadero afecto. No era bueno tomando e incluso diría que tenía una mala embriaguez. Resistía poco el alcohol y con facilidad se embriagaba. Pero nos divertíamos hablando, jugando al tejo, conversando con Jesús o Pepe o Hugo y otros de mis tíos. Siempre que él estaba, lo rodeábamos y el se sentía gusto y nos devolvía con creces el afecto y el cariño. Siempre valoraba lo que hacíamos y nunca se quejó. Fue siempre generoso.
Nuestro último encuentro ocurrió a finales de marzo, quizá el último domingo de marzo de 1969. Ya de noche, después de comer, en su cuarto y a la luz de una lámpara de querosén ahora más alta que la de antes, estábamos mis tíos Antonio, Edilberto, él mismo, Jesús y yo. Era escurrir y agotar el tiempo y seguir juntos hasta el último instante. En pocas horas más, partiríamos a Arequipa. Era la despedida, pero no sabíamos que esta vez era para siempre. Y lo he pensado muchas veces, pero sobretodo ahora que lo escribo, que fue una despedida memorable, que hizo honor y rindió homenaje al camino recorrido juntos, a esta larga e intensa relación, tan cargada de afecto y tan llena de hechos y de vida. Habíamos tomado vino, habíamos jugado por la tarde, compartido una cena rica, de las de Majes, servida con la generosidad ancestral y ahora como todas las veces, con una botella más, quizá diciendo como Nicanor Parra, ¿Hay algo, pregunto yo / más noble que una botella / de vino bien conversado / entre dos almas gemelas?. Éramos cinco, pero daba lo mismo. Íbamos al lugar de siempre, al de la intimidad y al de las conversaciones cercanas, cómplices, donde nos reíamos entre nosotros y nos decíamos sin palabras que nos queríamos. Nos fuimos a su cuarto. A su querido cuarto, que era nuestro, nuestro territorio liberado, nuestro lugar y sitio. Era el lugar de la confianza, a donde recalábamos, contentos, eufóricos y seguros. Y esa noche nos reímos como siempre y como nunca, discutimos entre más risas, recordamos cosas, recibimos pruebas de su cariño, disfrutamos del humor suyo y de mi tío Edilberto, nos reímos más aún porque mi tío Antonio grababa todo y lo pasaba otra vez y escuchamos allí el anuncio ominoso de lo que vendría, que al desestimarlo con cariño, no pudimos percibirlo en toda su dimensión. Creo entonces que si nosotros no sabíamos que esa era la despedida definitiva, quizá mi tío Agenor lo tenía ya en la cabeza y él sí se estaba despidiendo. Y fue inolvidable.
Recordamos de todo. Hechos vividos, acciones, anécdotas de todo tipo, personajes, viajes, recordamos a los que ya no estaban, las cosas que hicimos. Estábamos felices de estar juntos y de todo nos reíamos. El tiempo había pasado. Jesús era ya médico, yo cursaba el último año de Psicología y recordábamos todo lo que habíamos recibido de mi tío Agenor, cómo él se había colocado a la cabeza de todos nosotros, de cómo nos había educado y enseñado tantas cosas y de todo lo que nosotros habíamos recibido de él y de cómo nosotros lo queríamos y él nos quería. En broma Jesús dijo “... y si no le hacíamos caso, nos daba un cocacho en la cabeza”. Mi tío Agenor que ya lagrimeaba respondió “nunca, nunca les he pegado”. Y era cierto. De tanto en tanto tomaba la guitarra y la rasgaba cantando alguna estrofa de un huayno que mi tío Edilberto coreaba. Todos nos reíamos y entonces mi tío Edilberto empezó a contarnos que tenía un torito hermoso. En ese momento, copas mediante, era ya el mejor toro del mundo y le decía además a mi tío Agenor, que mi él ni nadie tenía algo parecido. Mi tío Agenor por no quedarse atrás, le decía que no y que él tenía cosas mejores. Pero mi tío Edilberto le decía “no, ¡qué vas a tener nada mejor!. Lo mejor que hay es mi toro, y tú no tienes nada parecido”. Mi tío Agenor insistía en que no, pero no tenía nada para ofrecer a cambio. Mientras, los demás terciábamos entre risas y alabábamos al toro, hasta que mi tío Agenor tuvo una salida memorable. Dijo, “¿y mi gallo?”. Las risas fueron inmediatas, espontáneas, unánimes y hasta a él mismo no le quedó más remedio que reírse también. Mi tío Edilberto dijo, “¡qué vas a comparar tu gallo con mi toro!”. Y él respondió, “¿cómo que no?. Es mejor que tu toro, sabe pelear y además, canta”. Round a favor de mi tío Agenor. Las risas estruendosas, plenas de contento celebraron la ocurrencia. No podíamos parar de reír y más cuando mi tío Antonio pasó lo grabado. Nosotros el público apoyábamos a ambos en forma alternativa y así fue pasando el tiempo. Llegó el momento de la despedida. Le dijimos a mi tío que hasta la próxima, y allí él dijo “no me van a encontrar, ya no quiero vivir más”. En ese clima, casi a coro, todos le dijimos “cómo dice eso, claro que nos vamos a ver” y hablamos de lo que nos queríamos y lo que él significaba para nosotros. Él no dijo nada y todo pareció quedar allí. Era noche obscura, nos despedimos de todos, subimos al auto, recuerdo la luz intensa que los iluminó a todos mientras Jesús retrocedía en su camioneta y luego, la luz se desplazó y mi tío Agenor quedó sumido en la obscuridad. Fue así nomás. No lo volvimos a ver.
Final
La última vez que florecieron los lirios en el jardín
y la gran estrella cayó, temprana, en el cielo nocturno del oeste, deploré la implacable vuelta de la primavera y continuaré deplorándola
Walt Whitman, “La última vez que florecieron los lirios”
Luego de su muerte, no volví a Majes por más de dos años. Hasta ahora, apenas una vez medio que entré en su cuarto. Cuando volví, caminé sólo por todos los lugares que frecuentamos con él. La Huerta, la Pampa, El Quemado, La Valle, La Viña, la Pampa Espinoza , San Antonio, El Molle, hasta el siempre cambiante manantial y el río. Seguí las acequias, fui a los linderos y las esquinas de la chacra. Tomé fotos a La Higuerita en Marancito. Me detuve en El Huacán, en la toma de La Viña, debajo de los pacaes, delante del canal que le ayudé a hacer. Volví a respirar el polvo del camino desde la carretera a la casa. Miré por donde vivía Dn. Juan Rodríguez. Sentí y olí los olores del campo, sentí el silencio, con el rumor del agua en las acequias, las abejas y moscardones, los trinos de los pájaros, el viento meciendo las ramas de los árboles, el sol que iluminaba los campos y hacía reverberar la tierra. Miré a todos lados. No estaba. Busqué señales de él. No las encontré. Las higueras donde dejó sus iniciales ya no estaban, tampoco su caballo. Sólo su recuerdo que me abrumaba y la fuerza de su personalidad, que llenaba los lugares. Entonces me dije que allí estaba él. Esos lugares estaban llenos de él. La emoción me invadió y me sentí reconfortado. Cuando más tarde me encontré con mi tío Edilberto, lo abracé y lloramos.
Fue recién en los años ochenta, quizá en 1985, cuando en una de mis visitas a Majes fui a visitar su tumba. Fui solo. Entré en el cementerio de Aplao, en la falda del cerro occidental del valle. El mismo cerro en el cual más abajo esperábamos años antes a Dn. Pablo Cuadros en Marancito. Es un lugar rocoso, árido y seco. Era una tarde de verano y no había nadie en el cementerio, sólo silencio y soledad. Estaba allí su tumba, al lado de las de sus queridos padres y la de mi tía Carmencita. Junto a su nombre, una foto suya de traje, en blanco y negro. Ante esa foto y su tumba, pude decir como el poeta, “Esta ceniza fue en su día el hombre. / Amable, llano, justo y resuelto”. ... . . Recé una oración por él y los queridos seres evocados a su lado y dejé que mi mente vagara libre por los caminos del recuerdo de lo que él fue y los tiempos compartidos, por la imagen de su rostro sereno y distendido, por su caminar acompasado por la muleta, por su mirada noble y directa, por sus gestos y movimientos, por sus acciones y estilos, por sus palabras y su voz, por su sonrisa amistosa y convocante. Me fui, no sé si volveré. Tengo claro que él no está allí y que no lo voy a buscar donde no está, pues lo que él fue y significó, está en el centro de mi mente y recuerdo y habita libre por dondequiera que caminamos juntos, pero me sentí sereno y en paz.
Años después mi tía Sarita me regaló un deshojador con sus iniciales fechado en 1967 y algunos de sus cuadernos de apuntes. Eso es lo único que suyo que está conmigo. Tengo claro que murió por las circunstancias de su vida, pero también anida dentro de mí la decisión de nunca consolarme de su muerte. He decidido en homenaje a la inmensidad de su persona pensar que pude hacer algo para evitar lo que hizo, sobretodo, haber dado a sus palabras premonitorias de marzo, la importancia que después demostraron tener y haberlo acompañado más. Pero la vida es la vida y muchas de las cosas las supe o las imaginé o las pude haber hecho sólo más adelante. En los momentos que vivimos juntos las cosas fueron así, porque así eran los mandatos y las tradiciones.
La vida después de él, ha sido como suele ser la vida: alegrías y tristezas. Tampoco se detuvo. Otras primaveras llegaron, crecí, sufrí, viajé, me fui a la Argentina, me casé con Patricia y tuve cuatro hijas, Patricia, María Inés, Paula y Jimena que él no conoció y eso es un pesar. Por ello, sin caer en un duelo melancólico, creo que nuestras vidas y nuestro mundo hubieran sido mejores estando él presente. Por tanto lo que quiero trasmitir es que en cada alegría y en cada nuevo paso, una pequeña huella decía y dice que él no está.
Dije que tenía en mi poder entre otros pocos recuerdos de él, un deshojador. Lo tenía en mi escritorio, siempre delante de mí, en una linda taza artesanal hecha por mi hija Paulita. Estando un día en mi casa de campo, trabajando entre los árboles, necesité de un objeto punzante y no encontré nada parecido en mi bolsa de herramientas. Recordé entonces el deshojador y ahí, en ese momento, pensé que no tenía sentido tenerlo como objeto de colección. Que una manera mejor de rendir homenaje a mi tío, de recordarlo y sentirlo presente, de rescatar su vida, era tener ese pequeño objeto fabricado y rubricado por él en mi bolso de trabajo y seguir utilizándolo, como él lo hubiera hecho en vida. Al volver a la ciudad, lo busqué y lo llevé conmigo. En el fin de semana siguiente el deshojador estaba ya en mi bolso, en la chacra, con mis herramientas. Sólo tuve que afilar la punta para ponerlo otra vez en funciones, prestando los servicios para los cuales había sido fabricado. Quizá no sea casual que esto haya ocurrido 35 años después de su fallecimiento, que era la edad que él tenía cuando esto ocurrió. Pero ante todo, es una manera sencilla de rendirle homenaje y decir a todos que lo que él fue e hizo sigue vigente y que su presencia entre nosotros no ha cesado ni por un instante.
Gilberto Valdez Herrera
Buenos Aires, mayo de 2005
Estimado Jesús:
ResponderEliminarQuien te escribe es Juan Luis Herrera Miranda, hijo de Antonieta Crisálida Miranda Bellatín y Juan Gualberto Herrera Chávez, hijo a su vez de tu bisabuelo Miguel Herrera y Rosa Albina Chávez (con quien casó en segundas nupcias). Lo hago para saludarte, a la vez presentarte mis más sentidas condolencias por el fallecimiento de nuestro querido Jorge Antonio Herrera Vigil, a quien apreciaba enormemente y felicitarte por tu página Web y por la semblanza de mi primo Agenor Demetrio Herrera Vigil (a quien conocí en mi único viaje a Majes), bellamente redactada por tu hermano Gilberto Valdez Herrera. Finalmente, deseo saber cuál era el segundo apellido de nuestro antecesor común Miguel Herrera, para completar el +árbol genealógico de mi familia. Muchas gracias.